domingo, 3 de noviembre de 2019


                            EL  ANACORETA
                             
                                     CUENTO-PARÁBOLA
                                   

Había una vez, a las afueras de una ciudad mediana, un anacoreta que vivía en una oquedad escavada en los desmontes que estaban   cercanos a las últimas construcciones urbanas de la ciudad y un bosquecillo de ribera junto al río Iber.


Una mañana, que el anacoreta se levantaba muy temprano, como todos los días, para orar y meditar, observó como unos camiones, grandes excavadoras  y unos cuantos obreros perimetraban el suelo a la vez que comenzaban a realizar unas zanjas lineales.  El anacoreta, que vivía en la más extrema austeridad, miraba perplejo aquel despliegue de camiones y excavadoras que se producía entre el cinturón de la autopista, el río y el bosquecillo de ribera.  No obstante <<la cosa no iba con él>>, pensaba, <<pues nunca se había metido en política>>, y seguidamente se puso a meditar como era su costumbre.


El anacoreta contaba, desde hacía un tiempo, con las simpatías de algunos vecinos del barrio periférico más cercano a su cueva, y también con mi propia simpatía, pues en más de una ocasión había ido a visitarle a su retiro, ya al atardecer, cuando él salía a pasear por la placida ribera del río.  Incluso había empezado a tener cierta popularidad, pues los periódicos, e incluso la televisión local, lo habían entrevistado en sus medios en las estaciones del año en que escaseaban las noticias, y, además, un anacoreta, en pleno siglo XXI era siempre una noticia de interés para todos los públicos y, sobre todo, muy liviana y nada comprometedora.


Otra mañana, también muy temprano, se acercaron dos hombres con cascos de obreros hasta la oquedad o cueva del anacoreta, y, sin más preámbulos, le dijeron que tenía que irse de allí porque en un mes, como mucho, empezarían a excavar y allanar toda la zona, así que <<ya puedes ir aligerando>>  y <<buscar o hacerte otra cueva>>,  le comentaron entre risas y mordiscos a sus respectivos bocadillos.


En pocos días la popularidad del anacoreta creció y creció porque, para los medios, seguía siendo una noticia sin compromiso ideológico alguno y, porque unos vecinos, simpatizantes y adeptos de su causa, lo veían como un iluminado apacible y sabio –en cierto sentido lo era-, y por eso también se molestaron en defenderle y, lo que era peor (aquí ya entraba en escena la odiada política por los que siempre se declaran “apolíticos,” ¡pero que nunca lo son!):  en denunciar por los medios el macro-pelotazo que, un poderoso constructor, quería realizar una gran urbanización -donde en tiempos se había planeado hacer un parque público-,  y todo esto con la complicidad del municipio, que era del mismo partido político que el omnipotente constructor.


Una noche, cuando el anacoreta se disponía a realizar su frugal cena, vinieron a visitarle unos seis o siete jóvenes desconocidos, dos de ellos portaban banderas nacionales.  Llamaron a gritos al anacoreta, que se encontraba en el interior de su cueva.  El hombre salió precipitadamente.  <<¿Qué queréis, con esos gritos?>>, les preguntó con cierta inquietud. -Tienes que irte de aquí en dos días  -reían amenazadoramente blandiendo las banderas-,  si no te vamos a dar con estos palos, ¿entiendes?  Porque… tú, serás patriota, ¿no?  -El hombre, asustado, no respondió-.  Además, eres un pobre miserable, un indigente, y no queremos a indigentes, y tus amigos son unos mierdas, cobardes y miserables como tú, ¿o no, abuelo de mierda?  -seguía diciéndole uno de ellos-.  Por cierto, ¿sabes quién es éste? Este es el hijo del constructor.  Ya ves, que importante que eres –reían todos- que ha venido a verte.  Y yo, pues mira, yo soy su primo, y yo tengo mucho aprecio por mi primo y mi tío, ¡entiendes!  ¿No querrás cabrearme, eh…?  ¿O crees que hemos venido hasta aquí, a estas horas, a ver tu cara y la mierda en la que vives?


A decir verdad, el anacoreta tenía su entorno incomprensiblemente limpio y su pequeña cueva muy ordenada y con unos cuantos libros.


-Vamos a darle unos cuantos palos antes de irnos, para que aprenda un poco, porque parece que no sabe hablar, ¿no?  Y comenzaron a golpearle salvajemente, pues además habían bebido un whisky de una marca cara y, eso, parecía  animarles mucho.


-Venga, dejadlo ya –dijo otro-.  No os paséis tanto. Lo estáis matando… ¿No veis que es un pobre miserable?


 Por fin se fueron, riendo y cantando míticas canciones de guerra de sus abuelos.


Pasaron unos días más, y, de una forma que resulta extraña (pues el Pueblo no se moviliza por casi nada),  creció la popularidad del anacoreta, ya que también había, entre sus simpatizantes/admiradores, algunos neobudistas, o neohippies con cierta cultura y sensibilidad.


El desenlace, como siempre ocurre con todo, ya estaba próximo. Así que un día, a la hora de comer y, cuando nadie transitaba por los caminos periféricos, vinieron cinco agentes antidisturbios del Estado/Régimen.  Llevaban sus porras en la mano y cascos en la cabeza.  Uno de ellos dijo: <<!Bah¡, no es necesario>>  Envainaron sus porras y, arrastrándolo brutalmente, pero sin ensañamiento, ya que el anacoreta no parecía, ni de lejos, un activista antisistema/régimen, lo llevaron hasta el interior del furgón policial.  Una vez dentro lo trasladaron a un campo, a unos treinta kilómetros de la ciudad, en donde había un pueblo cercano.  <<Aquí podrás darte vida  -dijo uno de ellos-, pero si persistes en volver y esos revoltosos que te apoyan se movilizan, te meterán en el trullo. ¿Entiendes?  Alguno de tus amigos ya han tenido que pagar fuertes multas, y dos de ellos están en la cárcel por alteración reincidente del orden público.  Venga, vámonos,    que ya está bien con esto, y nos tomamos unas birras>>.

El anacoreta, todavía lleno de magulladuras por la visita de los Patriotas unos cuantos días antes, se quedó gritando a la nada <<que nunca se había metido con nadie ni participado en política>>.  Y, esto último, seguramente, fue lo que le salvó de la cárcel.


¿Queréis saber  qué pasó con los terrenos adquiridos (a bajo precio) por el poderoso constructor amigo del alcalde conservador?  Pues pasó lo obvio: que se construyó una gran urbanización… más periférica todavía que las demás, donde no hay servicios ni escuelas cercanas; donde no hay nada y donde antes, como ya se ha dicho, estaba proyectado un parque público.  <<Pero bueno, todo llegará –decían-, poco a poco, no hay que preocuparse ni ser “revoltoso”>>.  ¡Ah!, y los grandes bloques de viviendas no se han llenado, ni mucho menos, porque en el autoproclamado mundo “libre” y “democrático” hay un excedente de pisos sin vender que simplemente aterra; excedentes de coches, tanques, aviones de combate y, excedentes de todo, conviviendo al lado de la pobreza y precariedad: ese es, ese era el gran desastre. Pero volvamos a lo que importa. ¿Cuál es el actual estado de los inquilinos que fueron a vivir a los bloques?  Pues, sinceramente, es bastante prometedor: están contentos, sí. Algunos tienen trabajo y grandes hipotecas, y otros, lo buscan desaforadamente.  Por supuesto, no tienen tiempo de leer, qué cosas, porque tienen niños pequeños, etcétera, pero sí están MUY INFORMADOS porque ven mucha tele; mucha, y en la tele sólo se habla de lo bien que se vive, aquí, en Occidente, y de lo malos que son los pueblos islámicos, y todos los demás pueblos, y de las manifestaciones en Hong Kong; y cuando hay un atisbo de crítica al sistema/régimen entonces sólo oyes, en todos los medios, canales, calles, charlas, conversaciones o conferencias…  el mantra “democracia”. Y como dice, a veces, el propio sistema: Una mentira repetida mil veces, se convierte en una “verdad”.  Y así siempre, siempre, siempre…


Bueno, y por esos motivos y otros muchos más que decía antes, los vecinos de los nuevos bloques fueron felices y comieron perdices. Y el colofón: el nuevo alcalde conservador prometió un nuevo campo de fútbol pagadero por un extraño sistema público-privado; es decir, lo de siempre: las ganancias (exuberantes) para la constructora privada y, la deuda para los ciudadanos… por lo que así aumentó, todavía más, la felicidad en aquella urbe y…,

Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.



                                                             FIN

(Del anacoreta, lógicamente, ya nada más se supo ni nadie se preocupó.  La ilusión por un nuevo campo de fútbol lo invadía todo; absolutamente todo…)                                                                                                                                

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