Estos días son especiales, lo sé.
Cuando un pensamiento fijo empieza a
convertirse en una obsesión, los días, ya desde la mañana temprano, van fraguando
esa sólida “obsesión” que se repetirá en las horas sucesivas.
Hay o puede haber “obsesiones” gloriosas porque, sencillamente, van a formar
parte de esas reflexiones no ortodoxas que con el tiempo construyen toda una
sólida filosofía que configura una vida individual.
Una vida, un individuo reflexivo, va
formando –sin saberlo- todo un universo denso a su alrededor.
Uno, casi no habría que decirlo, no
pretende nada (o casi nada) a estas alturas, pero siente frío, tiene miedos,
siente “la otra” oscuridad, irracionalmente (o excesivamente racional), y la
oscuridad resulta que en un momento indeterminado puede estar en todas
partes. Luego, en unos instantes
mentales, puede llegar el viento, la luz o la tormenta, y todo cambia. El viento y la luz se llevan, por unas horas
quizás, los malos augurios, pero el resto de las supuestas “obsesiones” sedimentadas y solidificadas en el intelecto construyen/destruyen lo más profundo
de nuestro ser.
No es nada extraordinario,
ni mucho menos “original”, pero empiezo a estar obsesionado antes de que
termine la primavera, con una prolongada siesta sobre una de esas múltiples
lápidas que pueblan la extensa necrópolis de la ciudad. ¿Y el despertar? El único “miedo”, por así decirlo, es el
inicio de la “siesta”. El despertar/no
despertar sólo puede ser el inicio de la gloria intima y la dignidad cósmica,
perpetua.
Etcétera.
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