Cuando
cojo la pluma, le pongo el mecanismo automático y miro al cielo, o al techo, o
al desván donde yacen todas las estrellas caídas, sin nombre, o donde vagan
dispersos y desordenados todos los
nombres de las mujeres y diosas que he amado, o he creído amar alguna vez.
Pongo
el automático y, la pluma va sola, libre, sin problemas de prisa ni solapadas
autosuficiencias de secretas vanidades.
Luego,
hay un momento en que la pluma me roza levemente la mano para decirme que ya ha
terminado. Y le agradezco el gesto. Le digo que todo está bien (sin haberlo
leído), y sigo mirando el cielo, el techo o, las estrellas abandonadas que
yacen en el desván, sin brillar desde hace años, ciegas, somnolientas, en
permanente e inexorable proceso de extinción.
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