Cada vez que subo el tren al atardecer, soy remotamente consciente de
estar iniciando un viaja –supuesto- a los límites del tiempo.
Los <<límites del
tiempo>> por así decirlo, y el escalofrío que produce el tener esa vaga
consciencia indeterminada, seguramente vienen siempre inducidos (y escenificados)
por la luz.
La luz agónica y terminal sobre los campos y
sus dispersas construcciones es como el desgarro urgente de un grito ahogado
que va y viene en el horizonte que, en uno de sus puntos cardinales, va
engullendo, inexorable y lentamente, la luz extendida y anárquica por toda la
amplia bóveda del cielo visible.
Resulta difícil no
estremecerse, por enésima vez, ante un espectáculo tan rotundo; una visión de
contrastes tan violentos que sólo nos hablan, con el ánimo de su extrema
batalla perdida de antemano, de lo efímero y las horas heridas de muerte, allá
en el horizonte.
Resulta difícil no coger
–una vez más- la pluma, con urgencia y resignación.
Resulta difícil no ver el llanto de vaguadas,
sotos y valles cuando las azuladas
Si al menos, en estos
trenes abandonados paulatinamente por sus teóricos viajeros, en estos instantes
cuando las aves huyen en desbandada para no ser sorprendidas por las densas
sombras… si al menos, en ese instante de extrema y agonizante soledad
pudiéramos descubrir, al fondo del vagón, esos ojos de agua de una mirada
femenina… y comprensiva y, además bella (si puede ser...).
Esos ojos, sí, que
siempre nos contarán una historia sin palabras.
((Agosto, 2015))
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