viernes, 30 de agosto de 2019


Cada vez que subo el tren  al atardecer, soy remotamente consciente de estar iniciando un viaja –supuesto- a los límites del tiempo.

Los <<límites del tiempo>> por así decirlo, y el escalofrío que produce el tener esa vaga consciencia indeterminada, seguramente vienen siempre inducidos (y escenificados) por la luz.

La luz agónica y terminal sobre los campos y sus dispersas construcciones es como el desgarro urgente de un grito ahogado que va y viene en el horizonte que, en uno de sus puntos cardinales, va engullendo, inexorable y lentamente, la luz extendida y anárquica por toda la amplia bóveda  del cielo visible.

Resulta difícil no estremecerse, por enésima vez, ante un espectáculo tan rotundo; una visión de contrastes tan violentos que sólo nos hablan, con el ánimo de su extrema batalla perdida de antemano, de lo efímero y las horas heridas de muerte, allá en el horizonte.

Resulta difícil no coger –una vez más- la pluma, con urgencia y resignación.  

Resulta difícil no ver el llanto de vaguadas, sotos y valles cuando las azuladas
sombras van unificando toda la extensión que abarca la vista para presentarnos así  todo el grandioso escenario de la noche.

Si al menos, en estos trenes abandonados paulatinamente por sus teóricos viajeros, en estos instantes cuando las aves huyen en desbandada para no ser sorprendidas por las densas sombras… si al menos, en ese instante de extrema y agonizante soledad pudiéramos descubrir, al fondo del vagón, esos ojos de agua de una mirada femenina… y comprensiva y, además bella (si puede ser...).

Esos ojos, sí, que siempre nos contarán una historia sin palabras.

 ((Agosto, 2015))

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