jueves, 25 de julio de 2019

Hay un extraño resplandor rojo bajo mis ojos claros y castigados por la luz mediterránea.  El pecho rojo, el vello entre blanco y rubio, el sol inmisericorde, implacable.  Bajo la sombrilla reina un falso amago de intimidad que, no obstante, no me creo en absoluto.

El mar, la playa, están en todo su apogeo demográfico todos los días, y uno pasea y pasea, saturando las pupilas de colores y formas.

Es julio, un julio personalizado de pequeñas y extravagantes neuras (pasajeras, espero) que disminuyen a medida que transcurren los días.

A veces, creo que siento algo así como un falso mareo al  no focalizar (y seleccionar) suficientemente los cuerpos mirados fugazmente a través de las gafas de sol.  Me gustaría poder no llevar gafas y simplemente mirar sin prótesis, directamente, como lo hacen las personas de mirada transparente, pero quizás mis ojos tienen prejuicios de la luz y rechazan con temor el resplandor desparramado del mediodía.

Hay una aprensión, un vértigo al exceso de belleza, sí, como tantas veces, como tantos años, como tantas estaciones repetidas hasta el delirio, pero lo drásticamente cierto es que la simple belleza, por desmesurada que ésta sea, ya casi no me impresiona en absoluto; es decir, que puede transcurrir todo el verano (o la pasada primavera) sin ver un solo rostro que verdaderamente me sorprenda. No obstante, y aunque es difícil de descubrir, siempre hay, entre tanta multitud, unos ojos, una mirada, un rostro especial… una ninfa/ninfa en todos los sentidos: litúrgico, profano, mitológico, místico, lírico…


Algunas de estas ninfas, ciertas y verificables, solo descubrirán su verdadera identidad en la madurez, tal vez cuando tal descubrimiento ya casi no tenga sentido en sus vidas presentes.

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