Hay
un extraño resplandor rojo bajo mis ojos claros y castigados por la luz
mediterránea. El pecho rojo, el vello
entre blanco y rubio, el sol inmisericorde, implacable. Bajo la sombrilla reina un falso amago de
intimidad que, no obstante, no me creo en absoluto.
El
mar, la playa, están en todo su apogeo demográfico todos los días, y uno pasea
y pasea, saturando las pupilas de colores y formas.
Es
julio, un julio personalizado de pequeñas y extravagantes neuras (pasajeras,
espero) que disminuyen a medida que transcurren los días.
A
veces, creo que siento algo así como un falso mareo al no focalizar (y seleccionar) suficientemente
los cuerpos mirados fugazmente a través de las gafas de sol. Me gustaría poder no llevar gafas y
simplemente mirar sin prótesis, directamente, como lo hacen las personas de
mirada transparente, pero quizás mis ojos tienen prejuicios de la luz y
rechazan con temor el resplandor desparramado del mediodía.
Hay
una aprensión, un vértigo al exceso de belleza, sí, como tantas veces, como
tantos años, como tantas estaciones repetidas hasta el delirio, pero lo
drásticamente cierto es que la simple belleza, por desmesurada que ésta sea, ya
casi no me impresiona en absoluto; es decir, que puede transcurrir todo el
verano (o la pasada primavera) sin ver un solo rostro que verdaderamente me
sorprenda. No obstante, y aunque es difícil de descubrir, siempre hay, entre
tanta multitud, unos ojos, una mirada, un rostro especial… una ninfa/ninfa en
todos los sentidos: litúrgico, profano, mitológico, místico, lírico…
Algunas
de estas ninfas, ciertas y verificables, solo descubrirán su verdadera
identidad en la madurez, tal vez cuando tal descubrimiento ya casi no tenga
sentido en sus vidas presentes.
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