El
mar me espera. Nos espera… Rugir eterno
de las olas creando una falsa percepción de atemporalidad.
Quise/queríamos
descubrir el origen de casi todo (lo no terreno) en aquella remota
adolescencia-juventud. Y aquí estamos,
incrédulos y confusos, casi resignados. Escuchando/dialogando/no dialogando con
el mar sin entender nada, igual que ayer y lo mismo que mañana.
El
mar, la playa, cientos de familias, miles de personas caminando sobre la arena
para encontrar –tal vez- no se sabe qué mineralizaciones caídas del cielo.
Hay
algo así como una cosmicidad de andar por casa; cosmicidad rural, urbana o de
naturaleza totalmente ajena a nosotros. Pero poco a poco, como era previsible,
ya vamos entendiendo el mensaje de no saber ni conocer nada de nada ni el
porqué de todo aquello que no está a la vista y, sin embargo, intuimos que está
ahí.
En
fin: un verano más entre soles de mañana o de tarde, ráfagas transitorias de
belleza por extensos paseos de palmeras sin saber por dónde ha venido ni adónde
irá… porque, transcurridos ya unos años, y al igual que el mar, empieza a
parecernos la misma belleza milenaria.
<<La
Belleza Convulsa –decía un poeta- siempre es una mujer que acaba de cumplir
diecisiete años>>. Pero yo sigo
confundiendo el mar con el amor, el cielo con el bosque y, así sucesivamente,
etcétera.
Vamos:
que sigo sin entender casi nada de nada a estas alturas de la copla, de la mala
película, ya a mediados de otro mes de julio cualquiera.
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