25, junio, 2019
Hoy
la bodega está en semipenumbra.
Seguramente es debido al calor.
El calor, además de ser una realidad meteorológica también es, en cierta
medida, una realidad psicológica: apagas un par de luces en casa –o donde sea-
y ya tienes la sensación de más frescor.
Pero aquí la temperatura ambiente suele ser agradable incluso en verano.
Los techos son altos, los ventiladores van a toda velocidad y, quizá, el
negro del suelo de pizarra apócrifa contrasta fuertemente con el blanco mareado
y vivido del mármol de las mesas, lo que también, y no sé por qué, me produce
una acentuada sensación de grata frescura íntima.
Hoy,
el cielo del techo es amarillo, como
otras veces, como siempre; está parado,
fijo, inmóvil, expectante. El reloj de
pared antiguo, de un estilo que ahora mismo no identifico (¿neoclásico? ¿isabelino?...),
lleva años varado en las secas arenas de
las nueve. Aunque no sabemos si son las
nueve de la mañana, de la noche, de principios del siglo XIX o principios del XX.
El reloj, desde aquí, en el fondo de la bodega, parece tener –creo que
tiene- incrustaciones como de nácar, de cristal o quién sabe si de alguna piedra
o molusco de las profundidades abisales del océano.
El
reloj, que debería marcar la hora, hace años que naufragó en los impredecibles
sótanos de los días secuestrados por Cronos…
o por quién sea, que al final da lo mismo.
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