jueves, 27 de junio de 2019

25, junio, 2019


Hoy la bodega está en semipenumbra.  Seguramente es debido al calor.  El calor, además de ser una realidad meteorológica también es, en cierta medida, una realidad psicológica: apagas un par de luces en casa –o donde sea- y ya tienes la sensación de más frescor.  Pero aquí la temperatura ambiente suele ser agradable incluso en  verano.  Los techos son altos, los ventiladores van a toda velocidad y, quizá, el negro del suelo de pizarra apócrifa contrasta fuertemente con el blanco mareado y vivido del mármol de las mesas, lo que también, y no sé por qué, me produce una acentuada sensación de grata frescura íntima.

Hoy, el cielo del techo es amarillo, como otras veces, como siempre;  está parado, fijo, inmóvil, expectante.  El reloj de pared antiguo, de un estilo que ahora mismo no identifico (¿neoclásico? ¿isabelino?...), lleva  años varado en las secas arenas de las nueve.  Aunque no sabemos si son las nueve de la mañana, de la noche, de principios del siglo XIX o principios del      XX.  El reloj, desde aquí, en el fondo de la bodega, parece tener –creo que tiene- incrustaciones como de nácar, de cristal o quién sabe si de alguna piedra o molusco de las profundidades abisales del océano.

El reloj, que debería marcar la hora, hace años que naufragó en los impredecibles sótanos de los días secuestrados por Cronos…  o por quién sea, que al final da lo mismo.


Yo guardo tres o cuatro relojes de bolsillo, que llevaba siempre, antes que se fuera deshojando su maquinaria  caída tras caída, y a los que les ha pasado lo mismo que a este mencionado: su hora también fue secuestrada, en un momento no previsto, por alguna divinidad caprichosa del Olimpo. 

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