lunes, 30 de julio de 2018

28, NOVIEMBRE. 2014 
Segundo encuentro con Chopin. 


-Sí, señor Frédéric, yo he viajado con los acordes de su piano durante largas temporadas.  Por cierto, ¿ese apellido suyo es polaco?

Estábamos en un café semidesierto  y un poco descuidado.  Me miró. No decía nada.  Pero yo sabía que era él.

La noche anterior  había soñado que venía al gran café y que hablábamos de música, y de sus composiciones, y del amor, que para ambos era, como digo siempre, todo ese amplio Universo Femenino que no conoce fronteras (mi fascinación por Wein Min-Li, por ejemplo) en el misterioso mundo de las idealizaciones.

Me miró, con comprensión y ternura, y supe que esta vez iba en serio, que no era el Chopin frívolo y superficial que describí hace unos días aquí, venido desde su siglo XIX hasta el XXI tan sólo para desmadrarse, vulgarmente y echarle los tejos a las muchachas más despampanantes.  Y, ¿esto era verdad, o quizá lo soñé…?

Se levantó, acercó la banqueta al gran piano, volvió su rostro hacia mí, sonriendo, y, seguidamente, dijo:

-Esto va por usted, pues veo que no termina de creerse que, gente como usted y como yo, y tantos miles, hemos vivido realmente en un insólito y vagaroso universo donde, sí, amigo mío, dónde empieza la trascendencia, desnuda, pura, sin ornamentos superfluos ni banales, en carne viva.

Volvió de nuevo su rostro al piano y me obsequió, para empezar, con una Romanza, Largueto, del concierto 1º.  Luego, siguió con otro Largueto del concierto 2º y, posteriormente, arremetió con varios Nocturnos.

Aún siento la indeterminada y feliz desolación de aquella noche. ¿Dónde estuvo o se fue aquel tiempo? ¿En qué alado carro partieron sus horas?
Inesperadamente, encontré en el café a una mujer que dijo conocerme de una exposición mía de hace años.

Chopin seguía tocando, absorto, como en una dimensión indescifrable. 

Afuera, había un puesto  de flores que ya cerraba.  Compré unas rosas, volví al café y se las dejé sobre el piano, en agradecimiento.  ÉL me miró, e hizo un ademán, sonriendo, para que me fuera con ella, como si en realidad lo supiera todo de mí, o lo intuyese. 

Aquellas rosas fueron las únicas que yo he regalado a un hombre.  Seguramente, también serán las últimas.

Luego, salimos a la calle, ella y yo, por el ancho camino, sin miedo, temblando de emoción y vida.

El camino parecía largo, iluminado, levemente ascendente.

Cuando doblamos la esquina, antes de comenzar el viaje por  la enigmática superficie, aún podían escucharse los acordes del gran maestro del romanticismo.  Pero sin embargo, y no sé cómo, ella y yo ya estábamos a miles de kilómetros del café.
Nunca, desde entonces, he comprendido la magia inasible de las supuestas  y grandes distancias…


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