28, NOVIEMBRE. 2014
Segundo encuentro
con Chopin.
-Sí,
señor Frédéric, yo he viajado con los acordes de su piano durante largas
temporadas. Por cierto, ¿ese apellido
suyo es polaco?
Estábamos
en un café semidesierto y un poco
descuidado. Me miró. No decía nada. Pero yo sabía que era él.
La
noche anterior había soñado que venía al
gran café y que hablábamos de música, y de sus composiciones, y del amor, que
para ambos era, como digo siempre, todo ese amplio Universo Femenino que no
conoce fronteras (mi fascinación por Wein Min-Li, por ejemplo) en el misterioso
mundo de las idealizaciones.
Me
miró, con comprensión y ternura, y supe que esta vez iba en serio, que no era
el Chopin frívolo y superficial que describí hace unos días aquí, venido desde
su siglo XIX hasta el XXI tan sólo para desmadrarse, vulgarmente y echarle los
tejos a las muchachas más despampanantes.
Y, ¿esto era verdad, o quizá lo soñé…?
Se
levantó, acercó la banqueta al gran piano, volvió su rostro hacia mí,
sonriendo, y, seguidamente, dijo:
-Esto
va por usted, pues veo que no termina de creerse que, gente como usted y como
yo, y tantos miles, hemos vivido realmente en un insólito y vagaroso universo
donde, sí, amigo mío, dónde empieza la trascendencia, desnuda, pura, sin
ornamentos superfluos ni banales, en carne viva.
Volvió
de nuevo su rostro al piano y me obsequió, para empezar, con una Romanza,
Largueto, del concierto 1º. Luego,
siguió con otro Largueto del concierto 2º y, posteriormente, arremetió con
varios Nocturnos.
Aún
siento la indeterminada y feliz desolación de aquella noche. ¿Dónde estuvo o se
fue aquel tiempo? ¿En qué alado carro partieron sus horas?
Inesperadamente,
encontré en el café a una mujer que dijo conocerme de una exposición mía de
hace años.
Chopin
seguía tocando, absorto, como en una dimensión indescifrable.
Afuera,
había un puesto de flores que ya
cerraba. Compré unas rosas, volví al
café y se las dejé sobre el piano, en agradecimiento. ÉL me miró, e hizo un ademán, sonriendo, para
que me fuera con ella, como si en realidad lo supiera todo de mí, o lo intuyese.
Aquellas
rosas fueron las únicas que yo he regalado a un hombre. Seguramente, también serán las últimas.
El
camino parecía largo, iluminado, levemente ascendente.
Cuando
doblamos la esquina, antes de comenzar el viaje por la enigmática superficie, aún podían
escucharse los acordes del gran maestro del romanticismo. Pero sin embargo, y no sé cómo, ella y yo ya
estábamos a miles de kilómetros del café.
Nunca,
desde entonces, he comprendido la magia inasible de las supuestas y grandes distancias…
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