24, abril, 2018
Los días siempre suelen ser, por lo
general, un día cualquiera, un día más.
Los días son una nave que avanza en
mitad del océano a no se sabe dónde. La
nave tiene un armazón de madera equilibrado y armonioso. Los días, al igual que la nave, también tienen
su armazón, éste construido de horas, minutos, segundos y, algún que otro
acontecimiento pretendidamente glorioso que, al término de unas horas, o, un par
de días, éste se volverá –y así lo veremos- groseramente vulgar e
intrascendente.
Voy nadando, como puedo, sobre el
agitado oleaje de los días en medio de una tempestad que no termina de tragarme
hacia su fondo. Avanzo, como puedo,
hacia la silueta neblinosa de la nave perdida en mitad del océano. Nado desesperadamente sin saber (y sin
suponer) que la nave marcha a la deriva, sin rumbo, con todos sus ocupantes
muertos sobre la cubierta de madera.
La gran nave, bien sea una sencilla
metáfora o no, pues eso ya no importa gran cosa, es el gran largometraje de mis
días, y sus días, ellos, aquellos seres que yacen en la superficie del gran
paquidermo perdido.
La gran nave atemporal es el símbolo
certero para llegar, sin consciencia de ello, hacia la muerte. Yo no lo sé, no lo sabía ni quiero saberlo:
toda la superficie de esa gran nave está sembrada de cadáveres, pero tal vez
sea el inexorable destino humano, nadar desesperadamente y en posesión de toda
la plenitud vital, hacia la única referencia visible en el inmenso océano de
nuestro limitado universo.
<<Avanza la gran nave>>. Gran Vía, Madrid.
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