martes, 8 de mayo de 2018

24, abril, 2018

Los días siempre suelen ser, por lo general, un día cualquiera, un día más.
Los días son una nave que avanza en mitad del océano a no se sabe dónde.  La nave tiene un armazón de madera equilibrado y armonioso.  Los días, al igual que la nave, también tienen su armazón, éste construido de horas, minutos, segundos y, algún que otro acontecimiento pretendidamente glorioso que, al término de unas horas, o, un par de días, éste se volverá –y así lo veremos- groseramente vulgar e intrascendente.

Voy nadando, como puedo, sobre el agitado oleaje de los días en medio de una tempestad que no termina de tragarme hacia su fondo.  Avanzo, como puedo, hacia la silueta neblinosa de la nave perdida en mitad del océano.  Nado desesperadamente sin saber (y sin suponer) que la nave marcha a la deriva, sin rumbo, con todos sus ocupantes muertos sobre la cubierta de madera.

La gran nave, bien sea una sencilla metáfora o no, pues eso ya no importa gran cosa, es el gran largometraje de mis días, y sus días, ellos, aquellos seres que yacen en la superficie del gran paquidermo  perdido.


La gran nave atemporal es el símbolo certero para llegar, sin consciencia de ello, hacia la muerte.  Yo no lo sé, no lo sabía ni quiero saberlo: toda la superficie de esa gran nave está sembrada de cadáveres, pero tal vez sea el inexorable destino humano, nadar desesperadamente y en posesión de toda la plenitud vital, hacia la única referencia visible en el inmenso océano de nuestro limitado universo.




<<Avanza la gran nave>>. Gran Vía, Madrid.

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