Recuerdo todavía, siempre, la belleza
fija (y doméstica) del mundo. De vez en
cuando yo pasaba y traspasaba por ella, bajo su arco triunfal e invisible hecho
de estrellas apagadas que, con toda seguridad, iluminarían el crepúsculo
calladamente, en ese instante en el que nadie lo percibiéramos.

Recuerdo que cada palabra, por decir
algo, era como la más luminosa de las estrellas y, para colmo, todo aquello lo
veía yo como lo más normal.
Pero no lo era, no. Lo supe mucho más tarde.
Las niñas/mujeres eran, o han
empezado a ser, la gran metáfora visual-corporal de la cotidianidad sórdida, o
casi sórdida. La sordidez, en sus
distintas facetas, elegía y elige sus iconos que, a veces, intenta (o desea)
que sean sagrados. Las metáforas de
carácter urgente, después de visualizarlas, siempre hay un instinto inevitable
y atávico por materializarlas.
Todo es muy esencial, básico,
elemental o primario, pero nosotros, el ser humano, buscadores compulsivos e
instintivos de universos idílicos y sideralmente coloristas necesitamos la
gráfica urgencia de la forma y, a veces la encontramos; y si no se encuentra,
entonces se inventa o se fantasea con ella hasta convertirla en un templo
íntimo que guarda y custodia todos
nuestros fetiches más sagrados, más apreciados allá en nuestra
adolescencia, sí, esa que forjó para siempre toda la estructura de nuestro
edificio más esquemático, más íntimamente auténtico.
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