lunes, 26 de marzo de 2018


Recuerdo todavía, siempre, la belleza fija (y doméstica) del mundo.  De vez en cuando yo pasaba y traspasaba por ella, bajo su arco triunfal e invisible hecho de estrellas apagadas que, con toda seguridad, iluminarían el crepúsculo calladamente, en ese instante en el que nadie lo percibiéramos.
Recuerdo, sí, pasando y traspasando yo, libremente, a través del túnel de la luz por donde se accedía a las escaleras que conducían directamente a los ensueños “perennes” de la vida.  Pero todo eran percepciones de humo y tiempo sin tiempo, todo era un accidente del pensamiento y la ilusión;  y la “ilusión” duraba lo que dura (imposible saberlo) la palpitación de la dicha en nuestro interior.  La dicha era la vida, sí, y la Vida se congratulaba con nuestro ínfimo mundo siempre que nosotros aprendíamos a apreciarla en su más mínima esencia.
Recuerdo que cada palabra, por decir algo, era como la más luminosa de las estrellas y, para colmo, todo aquello lo veía yo como lo más normal.
Pero no lo era, no.  Lo supe mucho más tarde.






Las niñas/mujeres eran, o han empezado a ser, la gran metáfora visual-corporal de la cotidianidad sórdida, o casi sórdida.  La sordidez, en sus distintas facetas, elegía y elige sus iconos que, a veces, intenta (o desea) que sean sagrados.  Las metáforas de carácter urgente, después de visualizarlas, siempre hay un instinto inevitable y atávico  por materializarlas.

Todo es muy esencial, básico, elemental o primario, pero nosotros, el ser humano, buscadores compulsivos e instintivos de universos idílicos y sideralmente coloristas necesitamos la gráfica urgencia de la forma y, a veces la encontramos; y si no se encuentra, entonces se inventa o se fantasea con ella hasta convertirla en un templo íntimo que guarda y custodia todos  nuestros fetiches más sagrados, más apreciados allá en nuestra adolescencia, sí, esa que forjó para siempre toda la estructura de nuestro edificio más esquemático, más íntimamente auténtico.

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