He venido del
otro lado del mundo en dos segundos, y, puedo decirte, sin temor a exagerar,
después de tan largo viaje existencial de años, que eres bella, que sigues
siendo muy bella, mujer honda, insondablemente profunda, polifacética y de una
percepción psicológica difícil de superar.
Esto, es una valoración en frío, por supuesto.
Vengo del otro
lado del mundo a buscarte, a confirmarte que siempre te he amado, sí, en este
pequeño/gran mundo doméstico, nuestro, tan dilatado, tan inabarcable. Tan
extraño, moral y estético.
Procesiones
profanas, sutilmente eróticas, de mujeres desfilando por anónimas avenidas y
ciudades a través de los años, siglos, milenios… No se puede, nadie puede abarcar tanto
exceso y variada escenografía de belleza con que nos obsequia la vida
intermitentemente. La vida: nada; mera
enmarcación de la teatralización de nuestros días. Pero al final siempre estás tú; al final
siempre tu mirada, honda, mirada que traspasa sin pretenderlo; mirada que
refleja años y décadas de la mía. Y yo te agradezco –no siempre- el silencio,
tu rostro de agua, tu mirada de fuente en el bosque matinal, tus muslos bien
torneados que deseo –tal vez ahora mismo-
y no me atrevo a solicitar, a tocar furtivamente. Tus muslos, que son
como tu alma, y viceversa. Tu rostro, tu
busto, tus piernas y la síntesis de tu cuerpo: un universo de mística virgen
sin concesiones a cándidos convencionalismos.
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