Estos veranos y otros que
llegarán tienen esplendor de penúltimos, y no
porque a uno no le quede vida, que le queda, sino porque la mirada ya es
otra, y otra –también- es aquella belleza agreste, brutal, en tromba, convulsa;
es otra porque ya no la percibo igual y aquella, tan creíble e incuestionable,
sencillamente no ha devolver.
Muchas tardes (demasiadas) la veo o
percibo como una tragedia porque veo cómo se escapa. Son instantes en los que vivo aterrado,
inmóvil.
Yo fui primavera; primavera
creyente que creía en los colores, pero,
sí, por encima de todo creía en las divagaciones; y los sueños podían hacerse realidad en un
solo instante –así era hasta hace dos días- a través de una mirada, miradas
furtivas que iluminaban e inundaban el mundo.
Mi universo siempre fue el mismo: el análisis, la observación
analíticamente social y, esa belleza agreste y brutal antes aludida; ésa, que
de súbito aparecía como una improvisada llamarada iluminando todo mi ser durante
días. Y cuantos más años acumulados
mayor obcecación en esa belleza casi violenta, convulsa, destructiva, porque
puede llegar a serlo: destructiva por no asimilada, por no “mía”.
En un mundo de propiedad casi
obligada, la belleza, a la par que el amor, debe de pertenecernos
absolutamente. Y no valen extemporáneos
liberalismos de compartir. Amamos un
rostro, un cuerpo y, desde ese instante, tu pensamiento, consciente o
inconscientemente gira en torna a ella; ella… un ente casi abstracto en torno
al cual todo gravita: Las luces, los dobles arcoíris.
¿Saben ustedes que yo, al lado de una
ermita, vi un doble arco iris después de la lluvia?
Un doble arco iris, por favor. Aunque sea de cartón piedra.
28 de abril, 2017
28 de abril, 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario