miércoles, 12 de julio de 2017

Estos veranos  y otros que llegarán tienen esplendor de penúltimos, y no  porque a uno no le quede vida, que le queda, sino porque la mirada ya es otra, y otra –también- es aquella belleza agreste, brutal, en tromba, convulsa; es otra porque ya no la percibo igual y aquella, tan creíble e incuestionable, sencillamente no ha devolver.

Muchas tardes (demasiadas) la veo o percibo como una tragedia porque veo cómo se escapa.  Son instantes en los que vivo aterrado, inmóvil.

Yo fui primavera; primavera creyente  que creía en los colores, pero, sí, por encima de todo creía en las divagaciones;  y los sueños podían hacerse realidad en un solo instante –así era hasta hace dos días- a través de una mirada, miradas furtivas que iluminaban e inundaban el mundo.  Mi universo siempre fue el mismo: el análisis, la observación analíticamente social y, esa belleza agreste y brutal antes aludida; ésa, que de súbito aparecía como una improvisada llamarada iluminando todo mi ser durante días.  Y cuantos más años acumulados mayor obcecación en esa belleza casi violenta, convulsa, destructiva, porque puede llegar a serlo: destructiva por no asimilada, por no “mía”.

En un mundo de propiedad casi obligada, la belleza, a la par que el amor, debe de pertenecernos absolutamente.  Y no valen extemporáneos liberalismos de compartir.  Amamos un rostro, un cuerpo y, desde ese instante, tu pensamiento, consciente o inconscientemente gira en torna a ella; ella… un ente casi abstracto en torno al cual todo gravita: Las luces, los dobles arcoíris.

¿Saben ustedes que yo, al lado de una ermita, vi un doble arco iris  después de la lluvia?


Un doble arco iris, por favor.  Aunque sea de cartón piedra.


28 de abril, 2017

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