3, febrero, 2017
He quedado ciego, de nuevo. Ya no puedo ver aquellos espacios, lugares
urbanos que fueron sagrados hasta ayer
mismo como quién dice.
Estoy a expensas de recuperar la luz,
una luz mínima que, presiento, esta vez no será la primavera…. Aunque yo desearía que si, que fuera ella,
con todo su incendio súbito incontrolado e incoherente desplegado por toda la
ciudad.
La luz no puede ser coherente, pero a
mí no me importa, pues, en mi ceguera existencial no veo la luz. O no veo la luz que desearía ver.
La luz de los artistas o, sea quién
fuere, no viene precisamente de las moquetas de los despachos oficiales…, en
todo caso, con toda esa ayuda oficial y efímera, si es cierto que se contribuye
a iluminar un poco más las avenidas urbanas…, pero quizá muy poco.
La luz de los artistas (no diré de
todos) es, sobre todo, instintivamente lírica y lúcida; una lucidez que casi
siempre se anticipa a la vida convencional.
La llamada “vida convencional” no
deja de ser un proyecto embrionario de vida
(como todo) que al final no se
atreve a ser o, simplemente reniega de las “exigencias” que la vida plena nos
demanda o nos muestra cada día con toda su beligerante explosión de colores.
Mi ceguera, es miedo, miedo
abstracto, infundado y, miedo a que no llegue toda una explosión de lirismo
salvaje a mi vida.
Sí, ahora, todavía. Ahora,
seguramente cuando más se necesita.
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