lunes, 19 de diciembre de 2016

13, diciembre, 2016

No he querido olvidar nada.  Nada.  Absolutamente nada.  Olvidar es morir, o, en todo caso, morir más todavía, lo cual ya es demasiado.

No puedo olvidar, aunque muchas veces lo deseo interiormente.  No puedo olvidar nada y a veces, muchas veces, deseo dormir y dormir profundamente sin querer pensar en que luego habrá de venir el despertar irremediablemente.


Pienso mecánicamente en las tahonas matinales, esas que fabrican, inconscientemente, la liturgia metafórica de esa levadura que construye –quizá para nada-   los instantes más sublimes y plenos, intensos, y sí: gloriosos (una vez más).  Una gran parte de los instantes vividos, es, seguro, inevitable retórica, y otras efervescencia,  gaseosa por donde se nos va la vida, pero si no hay efervescencia, esa gaseosa, resulta que, igualmente, se nos va la vida a través de un rictus hierático y malhumorado que todo lo ve como a través de una gasa que, tal vez, no percibe el supremo pálpito de los días, el instante único,  prolongadamente lírico en nuestros días, que son nuestra vida, ese presente que parece que nos es regalado.   Ay…

Pero no es regalado. Obvio.

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