13, diciembre, 2016
No he querido olvidar nada. Nada.
Absolutamente nada. Olvidar es
morir, o, en todo caso, morir más todavía, lo cual ya es demasiado.
No puedo olvidar, aunque muchas veces
lo deseo interiormente. No puedo olvidar
nada y a veces, muchas veces, deseo dormir y dormir profundamente sin querer
pensar en que luego habrá de venir el despertar irremediablemente.
Pienso mecánicamente en las tahonas
matinales, esas que fabrican, inconscientemente, la liturgia metafórica de esa
levadura que construye –quizá para nada-
los instantes más sublimes y plenos, intensos, y sí: gloriosos (una vez
más). Una gran parte de los instantes
vividos, es, seguro, inevitable retórica, y otras efervescencia, gaseosa por donde se nos va la vida, pero si
no hay efervescencia, esa gaseosa, resulta que, igualmente, se nos va la vida a
través de un rictus hierático y malhumorado que todo lo ve como a través de una
gasa que, tal vez, no percibe el supremo pálpito de los días, el instante
único, prolongadamente lírico en nuestros días, que
son nuestra vida, ese presente que parece que nos es regalado. Ay…
Pero no es regalado. Obvio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario