Salgo de la exposición, ya de noche,
con la mente disgregada y la confusión confusa…
vaya tontería, pienso, y quizá me río interiormente, aunque he perdido la capacidad de reír. Quizá no me río, o tal vez lloro, pensando
que vuelo. Tal vez no dejé de volar
nunca y, sin embargo, sólo sigo viendo sordidez por todas partes y poco más,
muy poco más.
Sigo pensando, por las calles
nocturnas e invernizas. Uf… ¡Qué locura!, y respiro, ya lejos de la exposición
del amigo.
Tal vez una de mis “cualidades” (entiéndase: una de ellas) es atraer y/o conectar (y luego desconectar lo antes que puedo) con gente poco, digamos… poco
equilibrada; sí, eso que comúnmente se
dice son los locos a secas, o, locos inteligentes. Pero lo que más me fascina de ellos/ellas es
su no-infelicidad, aunque podría decir su “felicidad”, pero creo que no es así
exactamente. Llevo años observándolos
y, casi con toda seguridad, la mayoría
de esa gente extraña que tanto te absorbe las energías –eso creo- seguramente no está tratada y, además, no
sale de su mundo o de su particular esfera.
Sigo tomando aire, casi a bocanadas
violentas, pero disimuladas. No sé, por
más que lo pienso es que no sé de dónde
viene, por dónde llega, de qué extraño estado procede esa no-infelicidad,
incluso esa cierta placidez, esa calma de un universo aparentemente unificado. En momentos así es cuando enfilo la primera
avenida, casi con urgencia, para aplacar el pensamiento, y a veces él, mi pensamiento,
parece que me comprende y se calma y se relaja, y sólo se deja caer en los
rostros de mujeres más bellas que se cruzan con el mío, pero ya empieza a darme
pudor, y ese pudor me aterra, me aterra mucho, muchísimo, tal vez porque en
parte me destruye interiormente, destruido para nada, por seguir conociendo la noche
del ensueño en toda su grandeza, su plenitud, su dramaturgia sin fisuras.
Ay,
qué temblor (íntimo) del universo.
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