7, noviembre, 2016
Aquellos días, no tan lejanos, cuando
uno salía a las calles y, sólo se sentía una alma lírica y pura, sin autorreproches, sin moralidades atormentadas, cantando sus
palabras escritas mentalmente bajo la lluvia fina, a veces imaginada, otras de
colores, y otras tantas veces bajo el paraguas de una melancolía que forjaba de
la nada los mundos más insólitos.
Aquellos días, no tan lejanos, más
bien próximos, donde todas las ninfas urbanas bajaban a beber a las fuentes
públicas de la ciudad, y yo las intuía, las conocía por sus gestos. Aquellos días donde, quizá alguna de ellas
venía en un tren hasta la pequeña cuidad y, entonces, ay, el jefe de estación, en cierta ocasión,
sacó un cartel con cada una de las letras de un color diferente y lo pegó en la
pared principal del antiguo edificio, y anunciando en él lo siguiente:
<<La ninfa Siringa llegará por esta estación a la hora en punto de la
tarde>>.

Que nadie, absolutamente nadie de
cierta sensibilidad olvide <<la hora en punto de la tarde>>, esa hora que siempre llega, pese a no mirar
el reloj previamente para nada, pero tenemos la certeza que ha llegado y,
entonces, sabemos que vamos a vivir (o “morir”), sí, pero con gran intensidad,
esa gran intensidad que muy pocas veces llega en la vida, y, a veces, ni
siquiera llega. Vivamos entonces, aunque
sea a ciegas, <<la hora en punto de la tarde>>
Óleo sobre lienzo, detalle. Conjunto: 195 x 228 cms.
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