miércoles, 9 de noviembre de 2016

7,  noviembre,  2016

Aquellos días, no tan lejanos, cuando uno salía a las calles y, sólo se sentía una alma lírica y pura,  sin autorreproches,  sin moralidades atormentadas, cantando sus palabras escritas mentalmente bajo la lluvia fina, a veces imaginada, otras de colores, y otras tantas veces bajo el paraguas de una melancolía que forjaba de la nada los mundos más insólitos.
Aquellos días, no tan lejanos, más bien próximos, donde todas las ninfas urbanas bajaban a beber a las fuentes públicas de la ciudad, y yo las intuía, las conocía por sus gestos.  Aquellos días donde, quizá alguna de ellas venía en un tren hasta la pequeña cuidad y, entonces,  ay, el jefe de estación, en cierta ocasión, sacó un cartel con cada una de las letras de un color diferente y lo pegó en la pared principal del antiguo edificio, y anunciando en él lo siguiente: <<La ninfa Siringa llegará por esta estación a la hora en punto de la tarde>>.
Y nosotros, todos los poetas anónimos, sabíamos perfectamente cuando era la “hora en punto de la tarde”.  Sabíamos que, obviamente, era una hora sin tiempo ni sentido ni concepto de la historia convencional, sólo del amor, del amor soñado, ensoñado, sí…, simplemente del amor.

Que nadie, absolutamente nadie de cierta sensibilidad olvide <<la hora en punto de la tarde>>,  esa hora que siempre llega, pese a no mirar el reloj previamente para nada, pero tenemos la certeza que ha llegado y, entonces, sabemos que vamos a vivir (o “morir”), sí, pero con gran intensidad, esa gran intensidad que muy pocas veces llega en la vida, y, a veces, ni siquiera llega.  Vivamos entonces, aunque sea a ciegas, <<la hora en punto de la tarde>>

Óleo sobre lienzo, detalle. Conjunto: 195 x 228 cms.

No hay comentarios:

Publicar un comentario