17, noviembre, 2016
Tardes-noches dilatadas,
inmensos cauces de luz y asfalto por donde viajo sin esperanza (ni falta que
hace) de encontrar la próxima parada.
Esos lechos secos de
ríos pretéritos o metafóricos que ya
no esperan la llegada de las aguas; lechos estériles donde me baño algunas
mañanas inconscientemente, sin darme cuenta, sin saberlo, o sin querer
saberlo. Lechos atemporales que
sorbieron, quizás de un único trago, toda la desolación, todas las antiguas
avenidas que trajeron el aluvión de los días, el gran aluvión caótico y al límite
de los años en desbandada.
También he viajado –quizás demasiado- por los diáfanos cauces de los cielos; sí, de
los cielos. O eso creo.
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