6, septiembre, 2016
Queridos amigos (e incluso menos
amigos… o lo que quiera que sea): el
verano se nos va, ya, una vez más, por la incontrolable e implacable puerta
trasera que trae consigo los días breves, su luz menguada y sus calles
quebradas e inestables plagadas de huellas de pasos que, casi todos ellos, irán
a engrosar el verbo/verso del aciago
olvido.
El verano, aquel, éste de hoy, todos,
jardín efímero, delicado y frágil por el que hemos transitado a placer y, como
debe de ser: sin consciencia emocional de sus límites, con la pletórica
intensidad que creímos conveniente, pero… ¿cuál era, en todo caso, la intensidad “conveniente”?
El verano, sí, espléndida fuente de
luz donde hemos acudido a beber casi puntualmente; donde nos hemos ungido de su
liturgia agreste (y doblemente laica) cada mañana, sin saberlo, porque sí,
porque simplemente era necesario y vital para la vida… a veces redundante, como
ya veis. Y así era, simplemente eso…,
el resto sólo ha sido la breve novela anónima de nuestra biografía, aunque a
veces queremos (y creemos) que debe ser gloriosa, simplemente por ser
nuestra. Y a veces, puede que lo sea,
pero eso, nunca lo sabremos con absoluta certeza. Y además no importa, no importa para nada.
La luz se va, y eso sí que es
irreversible, aunque digan que cíclicamente retorna en primavera.
No sé…
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