Luz de las mañanas frías de junio,
julio, agosto… Fríos que vienen por
todas partes; vienen en silencio, con la luz incierta e intensa, la sombra
densa de la tarde y la gélida temperatura estival de los 30 o 38 grados. En las bodegas apartadas de la urbe, donde
toman sus vermuts y donde yo, muchas veces, tecleo en la memoria versos o
prosas que no llegarán al teclado del ordenador. Y ni falta que hace.
Una atmósfera quieta, penumbras del
mediodía entre conversaciones cruzadas.
Luz enésimamente ciega… ¿Puede
ser –a veces- ciega la luz? Es una constante pregunta en mis últimos
años. Cuando la luz nos llega agobiada,
indolente, estéril, deslavazada y densa, es entonces cuando quizá sea algo
parecido a una luz ciega y blanca que no nos transmite nuestra inmediata
mirada, pero está allí –ay-, y lo sabemos…
La muerte (transitoria) de las
palabras es algo que va erosionando el inconsciente de nuestra luz, y, un buen
día, posiblemente antes de tiempo, las palabras, nuestras palabras, nos han
abandonado en un ventoso desierto donde, no sé quién, dejó malintencionadamente
las puertas abiertas.
25, junio, 2016
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