lunes, 15 de agosto de 2016



Días fugaces, en transición, por los pasillos dilatados de las horas.  Inesperados ventarrones mientras el cielo, descielado, se desploma sobre multitudes anónimas entre calles y avenidas.  Un cielo reventón  y homicida se rasga amenazante, para nada, sí.


El decorado de la tarde es un entreacto indeciso en medio de la abstracción del tiempo.


Y yo, casi sin aliento, voy en ese tren sin paradas  en donde las estaciones son también meros decorados.   Pero ya no me sirven los símiles, ni la recurrente metáfora del tren que, pese a todo, es cruelmente real. 


Ay, este viaje de apariencia infinita avanzando inexorable hacia las inciertas estaciones del verano; verano desertor, verano desnudo descendiendo de la efímera gloria escénica para ir por ahí, en cualquier calle periférica sin nombre o, en un páramo donde fermenta la muerte sin saberlo, esa muerte que no se ve; ésa, que nadie ve.

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