Días fugaces, en transición, por los
pasillos dilatados de las horas.
Inesperados ventarrones mientras el cielo, descielado, se desploma sobre
multitudes anónimas entre calles y avenidas.
Un cielo reventón y homicida se
rasga amenazante, para nada, sí.
El
decorado de la tarde es un entreacto indeciso en medio de la abstracción del
tiempo.
Y yo, casi sin aliento, voy en ese
tren sin paradas en donde las estaciones
son también meros decorados. Pero ya no
me sirven los símiles, ni la recurrente metáfora del tren que, pese a todo, es
cruelmente real.
Ay, este viaje de apariencia infinita
avanzando inexorable hacia las inciertas estaciones del verano; verano
desertor, verano desnudo descendiendo de la efímera gloria escénica para ir por
ahí, en cualquier calle periférica sin nombre o, en un páramo donde fermenta la
muerte sin saberlo, esa muerte que no se ve; ésa, que nadie ve.
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