21, julio, 2016
…Pero la historia primigenia y
gloriosa yo se que era aquella (lo supe después), aquella breve historia, con tu mirada de agua,
honda como un pozo luminoso, clara y noble, siempre bella. Mirada en la que yo me veía sin saberlo, sin
saber nada de nada, sólo un vago instinto, en aquellos remotos instantes sin tiempo, en un
deslumbrante y denso parque de atracciones provinciano.
Se me quedó tu mirada para
siempre. Todo quedó detenido, en una
tarde inmóvil, porque fue eterna, sí, tú lo sabes… o debes saberlo.
Curiosamente el “concepto” de la
<<eternidad>>, tan complejo
e indescriptible, dura y pervive mientras estamos, somos, vivimos. Ya luego, nada importa, o sólo importa a los
que quedan y se devanan los sesos en
conjeturas “gratificantes”, “interesantes” y, por añadidura, inútiles. Pero necesitamos afirmarnos –querámoslo o no-
¡siempre!; siempre afirmándonos, aún sin consciencia de ello.
Sentados en el embarcadero, hablando
discretamente, midiendo las palabras, en un temblor, mirándonos con muy
disimulada intensidad. Y luego,
paseando, yo miraba las discretas proporciones de tu vestido, moderadamente
corto, bello, bellísimo…
Todo el parque era un universo en el
que sólo tú habitabas. Podría ser convencional tal pensamiento, pero, ¿a quién se le puede hablar de
”convencionalismos” cuando el universo entero desfila levitando ante nosotros
como un regalo inesperado de los astros?
Sí, sólo tú estabas allí,
transformando la luz en vibraciones sin tiempo.
Atravesaba yo, de vez en cuando, furtivamente, el profundo túnel claro y
misterioso de tu mirada.
Cuánta pureza. Quizá fue demasiada. Demasiada, sí, pero fue real.
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