lunes, 25 de julio de 2016



21, julio, 2016

…Pero la historia primigenia y gloriosa yo se que era aquella (lo supe después),  aquella breve historia, con tu mirada de agua, honda como un pozo luminoso, clara y noble, siempre bella.  Mirada en la que yo me veía sin saberlo, sin saber nada de nada, sólo un vago instinto, en aquellos  remotos instantes sin tiempo, en un deslumbrante y denso parque de atracciones provinciano.

Se me quedó tu mirada para siempre.  Todo quedó detenido, en una tarde inmóvil, porque fue eterna, sí, tú lo sabes… o debes saberlo.

Curiosamente el “concepto” de la <<eternidad>>,  tan complejo e indescriptible, dura y pervive mientras estamos, somos, vivimos.  Ya luego, nada importa, o sólo importa a los que quedan y se devanan  los sesos en conjeturas “gratificantes”, “interesantes” y, por añadidura, inútiles.  Pero necesitamos afirmarnos –querámoslo o no- ¡siempre!; siempre afirmándonos, aún sin consciencia de ello.

Sentados en el embarcadero, hablando discretamente, midiendo las palabras, en un temblor, mirándonos con muy disimulada intensidad.  Y luego, paseando, yo miraba las discretas proporciones de tu vestido, moderadamente corto, bello, bellísimo…

Todo el parque era un universo en el que sólo tú habitabas. Podría ser convencional tal pensamiento,  pero, ¿a quién se le puede hablar de ”convencionalismos” cuando el universo entero desfila levitando ante nosotros como un regalo inesperado de los astros? 

Sí, sólo tú estabas allí, transformando la luz en vibraciones sin tiempo.  Atravesaba yo, de vez en cuando, furtivamente, el profundo túnel claro y misterioso de tu mirada.
Cuánta pureza.  Quizá fue demasiada.  Demasiada, sí, pero fue real.

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