domingo, 24 de julio de 2016



21,  julio, 2016

Qué verano.  No recuerdo nada igual.
Siempre se dice lo mismo, o parecido: <<Como esto nada>> <<Esto ha sido lo más>>.  Y así siempre, en y con los sempiternos giros y repeticiones de días, temporadas, años…

Los automatismos de la prosa; el vuelo leve y sutil de las palabras; el suspiro dubitativo y casi placentero en las sombras improvisadas del estío. Qué guardan, qué dicen de nosotros todos los tránsitos que no vimos venir…  O aquellos que vinieron, conscientes, abriéndose paso en la tarde vencida.  ¿Qué nos contaban entre el dispendio y el diálogo de luces y la inconmensurable sinfonía arrítmica del mediodía?

Una sombra.  Siempre una sombra, que nos espera, en no sé qué final, o principio, que nunca se sabe.

Veo o visualizo las riberas metafóricas del mundo (mundo en minúsculas), o de los ríos cercanos porque, en realidad, esas riberas líricas de juventud son todas las riberas del mundo, y yo eso hace tiempo que lo sé, que lo aprendí  sin desear aprenderlo, y es por eso por lo que vivo  -creo- en un mundo crecientemente genérico, genérico y peligroso, porque muchas veces necesitamos con urgencia lo concreto, lo tangible y singular, como todos, como cualquiera, y sobre todo para no despeñarnos en las densas sombras matinales, con esa luz cegadora y, muchas veces muerta; luz de un verano cualquiera, de un verano sin historia.

Mis dos cámaras para fotografiar el verano. Pintura, cera y accesorios sobre madera, 1999.

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