7, julio, 2016
Los días que no existieron. Ya lo sabía, lo había vivido, anotado,
escrito (para nada), pero de pronto, y siempre sin avisar, llegan: uno, y otro,
otro más, unos cuantos en desagradable silencio existencial. Y seguramente con ellos, otros más de regalo,
advenedizos.
Rostros absurdos, calles olvidadas,
pasos de cebra, muchachas hermosas y semáforos a los que, seguramente, quién
sabe… queremos gritarles ¡socorro!, o, directamente transformarnos en semáforo,
no sé, o lo que sea para salvar a uno de esos días de su aterrador anclaje a la
nada.
A veces no me entero, o siempre estoy
pensando en otra cosa que no es, ni tiene porque ser, necesariamente
interesante.
El precio de “no enterarse” es muy
alto. Habría que decir que elevadísimo.
Pasan los días y todo el mundo saca
rédito de sus horas, contactos, posiciones de perfil que nunca comprometen y
salvan momentáneamente de cuando hay que posicionarse sin eufemismos.
Y pasan los días y uno se define, o
no, pero no traga. Y no sonríe porque no le da la gana ni lo desea.
Uno, al final, ya digo, ha pasado
unos días en los que supuestamente no ha existido, no ha “estado”, y cuando
regresa sencillamente se entera que han pasado siete o veinte días. ¿Cómo ha sido?
Si el cansancio existencial persiste,
seguramente olvidará la propia pregunta, los días invisibles, las lunas no
vividas y las noches vacías en las que no rota el mundo, nada. Nada.
Quizá todo fue quietud absoluta y
absorta en sí misma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario