domingo, 8 de mayo de 2016



2, mayo, 2016.   Notas desde la antigua bodega.

El anciano va repulido, impoluto, erguido.
Le miro.  Me sorprende (una vez más)  tanta pose en una vida y un mundo tan fugaz.

El anciano, tan observador, no ha percibido que le observaba, ni falta que hace.  Estoy sentado en la mesa de otras veces.  Quizá me he invisibilizado, pero “eso”, no lo hace la pose, sino la mente, el pensamiento, el cansancio existencial  (nunca supe ni he sabido del porqué tanto cansancio existencial, y tan pronto, ni de dónde viene ni por qué se produce).
 
Del anciano, lo que más me ha sorprendido, ya digo, es su repulimiento intachablemente clásico.  Además  –y esto sí que descoloca-, lleva una fina pulsera de oro cuyos tenues destellos, a la luz de los fluorescentes, me confunden aún más a la vez que me agreden visualmente.

El anciano vuelve del wáter, muy tieso él, y cierra la puerta con sigilo, impávido, ya digo, con el reiterado y tenue brillo de su pulsera en la muñeca.  Y yo no sé, una vez más, lo que es la vida (qué esperará él de la vida…  Parece que bastante todavía).  O quizá le pido demasiado.  O tal vez le demando toda la estética del mundo a mis pies, y, claro, así es imposible vivir, ni sobrevivir.

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