10 de abril, 1015. Viernes noche.
Qué
miedo a que lleguen todas las noches,
así, acumuladas, sin tu nombre… sin ningún nombre, callados los nombres,
todos, todos los nombres confabulados para rasgar el velo de los cielos con su
silencio, en mi ausencia, así, de pronto, en medio del más abrasador de los
vacíos, en esa ardiente oscuridad que late y voltea y vive y salta y muere para
nada, sí, absolutamente para nada.
Qué
miedo tu nombre (sea el que fuere), que pavor estremecido pensar en el vacío
futuro de un nombre…
Qué
vertiginosa y sagrada esa cresta arrumbada hacia el curso de los siglos por
donde vagan las almas sin destino, aquellas que se extraviaron en el caos del
tedio (aceptado) y, las que hoy habrán de perderse sin remedio y para siempre.
Qué
miedo el último día, sin nada; ese último día que habrá que anticipar a toda
costa (uno ya está tardando demasiado) para salvar lo que pueda quedar de la
dignidad de la VIDA, si es que aún le queda (me queda) un gesto exiguo de
dignidad y pose, de drástico realismo y la postrera ironía del último saludo,
ése, tan grave, de la despedida y cierre.
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