4, marzo.
Una retahíla de abriles, un rosario
infinito de palabras, un reguero inasumible de renglones discretamente
ordenados, dibujados en el alfabeto y el idioma que nos dieron desde los
primeros días, en esas horas de leche y besos matinales.
Tengo una confusión de abriles
reflejados en prosas que ya son sagradas, gloriosamente sagradas, por
vividas. ¿Cómo he podido escribir todo
eso, tanta cantidad, tan precisamente lírica? ¿Era yo quién escribía? No, no sé quién era. En todo caso era el amor, sí, que va
arrasando todo cuanto alcanza sin piedad alguna para nadie, ni para mí
tampoco. Y yo no quería piedad, quería
quedarme quieto para dejarme arrastrar, para dejarme morir, si fuese menester,
impúdicamente, hasta el final, hasta el abismo último dónde se intuye la
postrera palabra, el penúltimo acto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario