domingo, 28 de febrero de 2016



Grandes templos, prolongados soportales, penumbrosos monasterios de distintos siglos, frondosos jardines abandonados a la suerte de una prolífica naturaleza, altas bóvedas de cavernas milenarias que nunca vieron la agresión lumínica de las mañanas pletóricas.

Cielos urgentes en pos de   la última luz de la tarde.  Tardes eternas (miles de ellas, consecutivas) que, paradójicamente, nunca lo fueron; o sí: pálido simulacro de eternidad, y, sólo destellos hasta el horizonte, y allí, una agonía tensa, leve o reflexiva, en espera –hay que esperar algo… lo que sea- del alba. (Ay, que llegue el alba…)

Bajo a la caverna, desciendo a los infiernos, si fuera menester, o,  voy remando sobre las aguas estremecidas, sobre la frágil barca que surca la laguna Estigia.

¿Qué viaje es este,  que no lleva a ninguna dirección ni parece arribar a ninguna orilla?  Sólo los flecos del tiempo, venidos siempre de no sé sabe dónde, descienden sobre mi de vez en cuando, y no veo el final, ni el principio de nada, y todo es vagamente confuso, inexplicablemente opaco, denso y mortal; una muerte donde Caronte, o quién sea, no acaba de llegar y, siempre es alguien el que rema, con desgana, sin rumbo, sin dirección  o sin fe.

"Por los desvanes del tiempo", 2007. (detalle. Confunto: 130 x 195 cm.)  Óleo y mixta sobre lienzo

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