viernes, 26 de febrero de 2016

En unos días, esos que ya avanzan al galope, la luz inundará campos y riberas, suburbios y centros urbanos, y, también, almas de todo tipo (como la mía), que yacen a la sombra invernal de los calendarios y, e incluso, las obsesiones y miedos más peregrinos.
 

Todo tiene –tal vez- caducidad, pero todo retorna, cíclicamente, una y otra vez, en y con esa inexorabilidad que nos recuerda el tedio de la reiteración, de esa repetición de días y estaciones que, llegado un punto, en un mínimo análisis existencial, por burdo que sea éste, sabemos –y vemos- que casi es obscena la reiteración de la vida.
Ya, sin pretenderlo, voy desbrozando el laberíntico bosque de los días, semanas y años.
 

Sigo viendo la belleza, pero la belleza es un fulgor metafísico o –casi- religioso que dura una secuencia en la retina y el pensamiento. Aunque dura mucho más en el pensamiento.
Traen la luz de no sé dónde, y, quisiera pensar que la traen por encargo de grandes y misteriosas cavernas de luz en dónde la elaboran unas ninfas contemporáneas de esas que luego vemos en calles, las avenidas y los inesperados cafés.
 

Traen la luz, sí, y que venga de donde quiera. ¿Qué quiero de los días? Lo mismo que tú, lo mismo que usted o, quién quiera que sea: un carro de fuego que me lleve de nuevo por la autopista de los ensueños sin descanso, y, que no me digan el itinerario ni el más mínimo detalle del viaje. Es un viaje a la luz, y con eso me basta. Pero, ¿podré sobrevivir esta vez, vapuleado por vientos y colores amenazantes y extraños?

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