<<La belleza
convulsa>> era algo latente, casi
fijo, casi inmutable, viaje paralelo –que hacemos algunos- desde la segunda
infancia. Yo lo sabía, lo sabía por
instinto. Mas adelante lo afirmé,
rotundamente, casi sin saberlo, en esos monólogos adolescentes donde la vida se
vierte y revierte, del revés, por todas partes, o nos lleva de golpe a su doble
fondo luminoso, drástico y mortal (al
final todo es mortal: se empieza por un adjetivo y se acaba en un velatorio, el propio o el ajeno,
pues da lo mismo).
Sí, <<La belleza
convulsa>> es, era y será algo primario y latente que se sabe, se intuye,
se conoce, aunque no todo el mundo, y eso es así, qué le vamos a hacer.
Creo que ya anoté aquí algo de todo
esto, y ahora, es la segunda vez, pero no importa repetirse, repetirse lo que
sea necesario. La sordidez es algo neto
y cotidiano para millones de seres y, nadie salimos indemnes de tal sordidez, y
no por ello nos hablan o hablamos de ello constantemente; entonces, ¿cómo no
hablar (siquiera en grandes palabras interiores) de <<La belleza
convulsa>> como “descubrimiento” personal, y pasional, ya en un remoto
día, un día casual y glorioso?
No hay plagio, ni remoto ni cercano, al
hacer nuestro (“mío”) un título de
libro, ya antiguo, de un escritor fallecido.
<<La belleza convulsa>> es algo universal que pertenece a
todos, y siempre será así, y es tener el honor, la suerte o la lucidez de haber
descubierto esa belleza convulsa, quizá demasiado pronto, para mayor disfrute
o, tal vez, para mayor desolación, para mayor convulsión de toda una vida.
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