26, enero
Ya casi finales de enero.
Todo en tropel desfilando impúdicamente ante los ojos: bellas y enésimas
muchachas glorificando el serpenteo de la curva moldeable hasta la más sagrada
mística. Ejércitos de nubes en
desbandada por los cielos, que no miro ni me interesa mirar. Hay una inmensa luna llena, tal vez
equivocada, errando por el firmamento y como buscando su sitio.
Hay un momento en el que sabemos, y descubrimos, que ya no
nos basta con todo el desfile celeste y todo su lujo de escenografías cambiantes. Hay un momento, en el que ya no nos basta con
que una mujer hermosa se fije en nosotros, pues es necesario mucho más que “una
mujer hermosa” para seguir, mentalmente, en el trapecio de la vida. Y se necesita
que, además de hermosa, nos complete ella misma esa sabiduría sosegada que
siempre le exigimos a la vida. Las
grandes pasiones existen, y yo las he vivido recientemente, pero hay un modo de
pasión, intimista en el amor, lentificada, poco a poco, despacio y con
delectación, que me hace y me ha hecho rechazar a aquellas mujeres “urgentes”
que, tal vez por su urgencia, van a salto de mata por la vida y, tal vez
pensando que “esa vida” es una acumulación de experiencias a destajo,
urgentísimas, y que tienen que vivir a toda prisa.

A mí, como siempre, sólo me interesan esas mujeres
hondamente líricas, reflexivas y, tal vez, de refinado pensamiento y mirada
escrutadora, lenta, incisiva, esas miradas que saben lo que ven y lo que desean
ver o no ver en los demás, y, también, en su propia vida.
No es fácil encontrarlas. (Aunque yo tengo suerte y, hay
veces que no me he enterado.)
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