domingo, 10 de enero de 2016



10, ENERO.
Entro en un café desolado, abandonado de vientos, esos que quizá abruman los oídos cuando los días marchan a un ritmo interiormente luminoso.

Cuatro o cinco moribundos miran una película con la mirada perdida en la pantalla.  No se sabe si la escuchan, si la ven o simplemente duermen tras sus ojos abiertos e insomnes.

Los hombres callan.  Yo, de espaldas al televisor, oigo una de las frases femeninas de la película: <<Desde que llegué a la ciudad no dejo de pensar en ti, y paso estos primeros días escribiéndote, con pluma, no con ordenador.  Frente a mí tengo una gran ventana que da a una amplia avenida. Ven pronto, mi amor, te necesito>>.

Al término de estas palabras, miro a los cadáveres, a los parroquianos. Miran ingenuamente la tele, esa tele que casi gravita en mi inmediata espalda.

Apenas ha empezado enero.  Hay una luz efímera que me entristece, aunque ya los días la prolongan. Es una luz que me deja vacío, totalmente perdido y, a veces hasta mudo; mudo con esos cinco cadáveres, y que ahora mismo se van murmurando no sé el qué.

Miro por el cristal y no veo nada, o veo cosas inmediatas y absurdas que no reconozco.  Entro en pánico y, una vez recuperado, tengo la esperanza en pensar que tal vez pudieran ingresarme por esto unos días y, allí, en el hospital, tal vez descubra otros mundos transitorios que me salven de este presente que, parece sólo conducirme a la muerte, o a uno de los múltiples estados de la muerte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario