10, ENERO.
Entro
en un café desolado, abandonado de vientos, esos que quizá abruman los oídos
cuando los días marchan a un ritmo interiormente luminoso.
Cuatro
o cinco moribundos miran una película con la mirada perdida en la
pantalla. No se sabe si la escuchan, si
la ven o simplemente duermen tras sus ojos abiertos e insomnes.
Los
hombres callan. Yo, de espaldas al
televisor, oigo una de las frases femeninas de la película: <<Desde que
llegué a la ciudad no dejo de pensar en ti, y paso estos primeros días
escribiéndote, con pluma, no con ordenador.
Frente a mí tengo una gran ventana que da a una amplia avenida. Ven
pronto, mi amor, te necesito>>.
Al
término de estas palabras, miro a los cadáveres, a los parroquianos. Miran
ingenuamente la tele, esa tele que casi gravita en mi inmediata espalda.
Apenas
ha empezado enero. Hay una luz efímera
que me entristece, aunque ya los días la prolongan. Es una luz que me deja
vacío, totalmente perdido y, a veces hasta mudo; mudo con esos cinco cadáveres,
y que ahora mismo se van murmurando no sé el qué.
Miro
por el cristal y no veo nada, o veo cosas inmediatas y absurdas que no
reconozco. Entro en pánico y, una vez
recuperado, tengo la esperanza en pensar que tal vez pudieran ingresarme por
esto unos días y, allí, en el hospital, tal vez descubra otros mundos
transitorios que me salven de este presente que, parece sólo conducirme a la
muerte, o a uno de los múltiples estados de la muerte.
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