3, noviembre
Todo el terror de los días agolpados
se cierne de pronto, sin avisar, con urgencia desmedida, desnudos, los días,
hambrientos de nada, pues no piden nada; desheredados de otros días y otros
meses (y otros mundos cercanos: que eran todo el mundo…).
Han venido aquí, al quicio de la
puerta y a la casa que no les va a dar nada.
Y aquí están, ya casi a las puertas del invierno, bajo la luz invasiva que
unifica la doble y triple pobreza de colores, el abismo vertical de lo que fue
cualquier verdad, cualquier sueño.
Días sin estaciones, estremecidos
ante el terror, han venido a buscar de nuevo no se sabe qué. Tal vez el último rescoldo del incendio,
dónde acudieron con gloria las pasiones.
¿O quizá vienen, traídos engañosamente, por el último eco de las
palabras escritas?
No quiero, no puedo daros, no deseo
regalar (¡para nada!) más palabras. Ha
pasado el momento fugaz de los trenes incendiados de noches floreadas (no tanto, claro…), esos que marchaban veloces
al crepúsculo con todo su cargamento intacto de prosas frescas, limpias y
netas. Sí, dije y digo netas, pues en el
barroquismo desmesurado y violento del ensueño y la palabra, cuando todo es
Verdad, y de Verdad, además de mínimamente inquietante, es neto y, por tanto,
es sublime; sencillamente sublime.
Hago mío el actual desierto de las
palabras, la sequía moralmente obligada de las imágenes, los días, las horas y,
el declive drástico y asumido de la luz.
¿Asumido…?
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