29, octubre
El "gargoleo". El gargoleo se producía a no más de cinco kilómetros
en donde yo, niño de ojos grandes y gesto seguramente grave, vivía
transitoriamente tan cerca de aquella
ciudad y su sobrecogedora catedral, allí, en el norte. (Ay, en mi ciudad natal
había un sol intenso y una luz que yo no olvidaba…)
Llovía, llovía mucho todo el otoño,
el invierno, la primavera y parte del verano.
Cómo recuerdo el agua, que no gargoleaba precisamente, sino sólo
discurría por las dos vertientes del tejado del caserío para desaguar al hondo
fondo del un aljibe. Así que nunca faltaba agua en el
caserío, ni para todo uso ni por supuesto de boca. Allí, y a un paso de Oviedo, había fuentes y arroyos
por todas partes.
Pero yo no sabía lo que era el “gargoleo”
o “gargolear”. No sabía si tal palabra
existía y ni mucho menos si era un simple neologismo o no. Tampoco sabía que aquellas elevadas esculturas de la
catedral, casi siniestras, y que echaban agua sin cesar por sus bocas en los
interminables días de lluvia, se llamaban gárgolas.
Allí, en el norte, tampoco tenía
mucho sentido decir, por ejemplo, “cuando pare de llover saldremos”, pues se
salía igualmente con la lluvia fina, con
el orvallo. Y si en aquel interminable
invierno infantil, en uno de esos días en que la persistente lluvia daba una
tregua, ni siquiera se echaba en falta la presencia/ausencia del sol, pues
todos los campos, maizales, pomaradas, el bosque cercano y, los interminables
prados, apenas separados por livianas lindes, todo era una fiesta deslumbrante
de cromatismos verdes casi
ilimitados.
El norte, en aquellos años, era algo
muy especial, y yo lo intuía, pero, lo que es saberlo, yo lo supe más tarde,
como casi todo en la vida, y, como siempre ocurre.
El norte era distinto, era otro mundo que aún hoy, después de tantos
años, todavía añoro.
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