jueves, 29 de octubre de 2015



29, octubre

El "gargoleo".  El gargoleo se producía a no más de cinco kilómetros en donde yo, niño de ojos grandes y gesto seguramente grave, vivía transitoriamente tan cerca de  aquella ciudad y su sobrecogedora catedral, allí, en el norte. (Ay, en mi ciudad natal había un sol intenso y una luz que yo no olvidaba…)

Llovía, llovía mucho todo el otoño, el invierno, la primavera y parte del verano.  Cómo recuerdo el agua, que no gargoleaba precisamente, sino sólo discurría por las dos vertientes del tejado del caserío para desaguar al hondo fondo del un aljibe.  Así que nunca faltaba agua en el caserío, ni para todo uso ni por supuesto de boca.  Allí,  y a un paso de Oviedo, había fuentes y arroyos por todas partes.

 Pero yo no sabía lo que era el “gargoleo” o “gargolear”.  No sabía si tal palabra existía y ni mucho menos si era un simple neologismo o no. Tampoco sabía  que aquellas elevadas esculturas de la catedral, casi siniestras, y que echaban agua sin cesar por sus bocas en los interminables días de lluvia, se llamaban gárgolas.

Allí, en el norte, tampoco tenía mucho sentido decir, por ejemplo, “cuando pare de llover saldremos”, pues se salía igualmente  con la lluvia fina, con el orvallo.  Y si en aquel interminable invierno infantil, en uno de esos días en que la persistente lluvia daba una tregua, ni siquiera se echaba en falta la presencia/ausencia del sol, pues todos los campos, maizales, pomaradas, el bosque cercano y, los interminables prados, apenas separados por livianas lindes, todo era una fiesta  deslumbrante  de cromatismos verdes  casi ilimitados.

El norte, en aquellos años, era algo muy especial, y yo lo intuía, pero, lo que es saberlo, yo lo supe más tarde, como casi todo en la vida, y, como siempre ocurre.

El norte era distinto,  era otro mundo que aún hoy, después de tantos años, todavía añoro.

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