13, AGOSTO, 2015
El fuego no extinto de las
miradas. Las miradas, como fuego
perpetuo que a veces no percibimos: tanto si las damos como si las recibimos.
Llevamos la mirada con nosotros, a todas partes, y la mirada –nuestra mirada- construye, a su placer, el mundo cada tarde, cada mañana.
A veces la mirada nos abandona, quizá en un afán, tal vez erróneo, de tedio y costumbre. Y cuando la mirada, esa nuestra con la que traducimos y deglutimos nuestros instantes, se nos va más tiempo de lo que sería normal, una vez más perdemos pie por todas las calles y caminos del mundo en que estamos; el único mundo posible.
Vicente Aleixandre lo dijo, habló de ello: “la destrucción del amor…” ¿Amar -o haber amado- es destruir o destruirse?
Es verano, incuestionable verano, y los días siguen encadenados e inexorables. Llevo la mirada conmigo, a todas partes, pues no otra cosa puedo/podemos hacer. La saco forzadamente a pasear, le increpo, le alago o me doy media vuelta para que se aburra y me olvide por un instante. Pero cuando regreso a verla, a “mirarla”, ahí está, como si nada, con cara de no haber roto nunca un plato.
Sigo –eso creo- con el drama interno de la claustrofobia/agorafobia o, lo que quiera que sea, pues desconozco esa novedad en mí, y salgo bruscamente a la calle (o lo intento) sin mi mirada; y sin la mirada esclavizante, escrutadora y obsesivamente analítica se va mejor por la calle y se respira con más placer. Pero, ay, a lo que me descuido, ahí está de nuevo, detrás de mi, condicionando mi pensamiento y arruinándome, aunque sea muy fugazmente, unos minutos o unas horas de vida.

Una mirada que lo literaturiza casi todo, puede llegar a ser una mirada incómoda, inclasificable o meramente destructiva (en esencia) de la que no te puedes fiar.
Yo, obviamente, ya no me fío de mi mirada (por si acaso).
Antiguo hangar en la estación de Caspe, sobre 2004. Óleo sobre lienzo, detalle. Conjunto de la obra: 130 x 170 cm.
No hay comentarios:
Publicar un comentario