30, julio. EN EL TREN
Cada vez que cojo el tren al atardecer, soy remotamente consciente de
estar iniciando un viaja –supuesto- a los límites del tiempo.
Los <<límites del
tiempo>> por así decirlo, y el escalofrío que produce el tener esa vaga consciencia
indeterminada, seguramente vienen siempre determinados (y escenificados) por la
luz.
La luz agónica y terminal sobre los campos y
sus dispersas construcciones es como el desgarro urgente de un grito ahogado
que va y viene en el horizonte que, en uno de sus puntos cardinales, va engullendo
inexorable y lentamente, la luz extendida y anárquica por toda la amplia bóveda
del cielo visible.
Resulta difícil no estremecerse, por
enésima vez, ante un espectáculo tan rotundo; una visión de contrastes tan
violentos que sólo nos hablan, con el ánimo de su extrema batalla perdida de antemano,
de lo efímero y las horas heridas de muerte, allá en el horizonte.
Resulta difícil no coger –una vez
más- la pluma, con urgencia y resignación.
Resulta difícil no ver el llanto de vaguadas, sotos y valles cuando las
azuladas sombras van unificando toda la extensión que abarca la vista para
presentarnos así, todo el grandioso
escenario de la noche.

Esos ojos, sí, que siempre nos
contarán una historia sin palabras.
Óleo sobre lienzo, 2003. 33 x 41 cm. Estación de Huesca y antigua harinera al fondo.
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