20, abril, 2015
Comprar
zapatos, una excusa como otra cualquiera.
Comprar zapatos para respirar, para mirar, para no morir.
Enfilo la
céntrica y larga avenida en la que vivo y, poco a poco, llego a uno de los
barrios históricos y comerciales más grandes de la ciudad.
Zapaterías,
tiendas de todo tipo, clamor de primavera y mujeres arracimadas sobre
escaparates de ropa, electrodomésticos y otros múltiples comercios.
Lo que menos
me importa es encontrar o no los zapatos; sólo me interesa la luz de la tarde
y/o el tardío resol que tal vez ha dejado la lírica de la mañana por algún
perdido rincón de las calles.
Me sigue
importando un rábano, o una mierda, la “depuración” de lo que sea….: de mis
letras, de la prosa, en fin…
Lo único que
me anima o me importa -¡todavía!- es
seguir encontrando el instante pleno, absoluto, casi único. Lo demás son blandenguerías extemporáneas a
las que no estoy dispuesto a transigir fácilmente.
Pero mire
usted por dónde que, para salir del paso, en una de las múltiples zapaterías
encuentro mi número (cosa difícil: un 39)
y me compro unos náuticos de esos que he odiado toda mi vida.
Dentro de la
zapatería me río interiormente mientras pienso: “mis primeros náuticos”. Hay que joderse…
Pero luego,
como ya era esperado, he dejado <<el instante lírico>> para el
final. Pregunto a la dependienta por una
calle cercana y de antaño recordada por mí. Me indica la situación amablemente.
Ya localizada
la calle, encuentro el bar/tasca de parroquianos de toda la vida y, casi siento
un instante de pseudoliterariedad urgente, muy urgente, que late en algún punto
de mi ser, o, en todo mi ser.
Clientela del
barrio de todo tipo y personalidad; local amplio, anodino y luminoso, con sus
borrachines clásicos/pétreos, sus historias de siempre y sus recuerdos; ay,
¡sus recuerdos!...: ya no me interesan en este momento existencial. Me he sentado frente a una cristalera desde
dónde se ve parte de la calle y, todas las mujeres que pasan y que lógicamente,
en este instante, son todas las mujeres del mundo.
Me voy, casi con
tristeza y a la vez con ganas de dejar lejos de mí el irregular y populoso
local. Me voy, pues ya he cumplido, en
parte, con el deber sagrado de haber dado rienda suelta a la pluma y sus
caprichos emocionales y semánticos, o viceversa, que tanto me da.
¡O yo qué sé!
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