28, ABRIL, Desde
el café EASO.
Por fin
apagaron todas las luces, con drasticidad y hasta con un punto de prepotencia.
Intuía yo que
acabarían haciéndolo, pero no sospechaba que tan pronto, tan vehementemente,
como quien se traslada de piso y desconecta el diferencial dejando a oscuras a
un compañero de piso.
Sí, se
apagaron las luces, sin explicación alguna y nula elegancia.
Ya no
brillan e iluminan las palabras, esas
que tuvieron tanta fuerza, arrebatadas, casi gloriosas, como verdades puras e
incuestionables, como todo lo sagrado, que no necesita de presentación, sino
tan sólo de contemplación.
Entonces, sí, así
era: las palabras formaban parte de la sagrada liturgia del amor, y ellas eran
las diosas de ese templo equilibrado y luminoso construido de prosas, estrofas,
monólogos o verso suelto y libre que, a veces, salía con el viento por alguna
de las ventanas del templo para encaramarse allí, en lo alto de la luz, a la
espera de la tarde, esas tardes que vinieron engalanadas con todo su lujo
natural, sencillo, y que no era otra cosa que un segundo viento de ensueño
previsible, practicable, realizable, nada imposible.
También la luz
es mal educada y tiene malos modos… deliberadamente, sí, sin atenuantes.
El vacío
sacral de las palabras te vuelve ligero,
ligero y extraviado.
Óleo sobre lienzo, 2014. 46 x 38 cm.
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