31, marzo, notas desde la antigua bodega
Los teléfonos eran góndolas que
atravesaban canales y vientos para arribar con su rastro de palabras al
sensitivo y placido puerto de nuestros oídos deseosos.
Los teléfonos, melódicas sirenas
entrecortadas que dibujaban nombres y palabras en el límpido espacio de las mañanas
o el más íntimo y recogido espacio de la tarde, cuando la imaginación se
desborda y las horas se detienen en un
extraño lapso de luz que nadie comprende…
Los teléfonos, con ese timbre
intermitente y rugoso, dilatado, arrastrando a veces entre silencios excesivos esa nota de probable dolor… por una llamada equivocada…
Ellos, que han podido iluminar fugazmente el
mundo, sí, tan sólo por el instante de una voz escuchada; ellos, iluminando por
unos minutos los domésticos cielos tal limitados y acotados, sí, por dónde el
pensamiento va y viene, duda, se detiene, retrocede o estremece.

Ahora, ya me da igual el sonido que
tenga el teléfono (quién lo hubiera pensado…), el caso es que de vez en cuando
suene y, tras el misterio de la línea al otro lado, una voz grata y pausada,
haga detener, de nuevo, el aparentemente implacable curso de las horas.
El ángel desconocido, 1992. Óleo sobre lienzo, 60 x 73 cm. Una de las obras expuestas, en estos días, en la planta calle del Estudio de Caspe.
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