martes, 31 de marzo de 2015



31, marzo, notas desde la antigua bodega

Los teléfonos eran góndolas que atravesaban canales y vientos para arribar con su rastro de palabras al sensitivo y placido puerto de nuestros oídos deseosos.

Los teléfonos, melódicas sirenas entrecortadas que dibujaban nombres y palabras en el límpido espacio de las mañanas o el más íntimo y recogido espacio de la tarde, cuando la imaginación se desborda y las horas se detienen  en un extraño lapso de luz que nadie comprende…

Los teléfonos, con ese timbre intermitente y rugoso, dilatado, arrastrando a veces entre silencios excesivos esa nota de probable dolor… por una llamada equivocada…  

 Ellos, que han podido iluminar fugazmente el mundo, sí, tan sólo por el instante de una voz escuchada; ellos, iluminando por unos minutos los domésticos cielos tal limitados y acotados, sí, por dónde el pensamiento va y viene, duda, se detiene, retrocede o estremece.

Teléfonos que aceleran/aceleraban el corazón, ponían en tensión todo el gesto facial y agrandaban la mirada sin poder disimularlo…

Ahora, ya me da igual el sonido que tenga el teléfono (quién lo hubiera pensado…), el caso es que de vez en cuando suene y, tras el misterio de la línea al otro lado, una voz grata y pausada, haga detener, de nuevo, el aparentemente implacable curso de las horas.


El ángel desconocido, 1992. Óleo sobre lienzo, 60 x 73 cm. Una de las obras expuestas, en estos días, en la planta calle del Estudio de Caspe. 

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