domingo, 1 de marzo de 2015



12 FEBRERO, 2015
Me decía, me dijo él (¿quién era él…?) que, cuando llegaba la luz por todo el horizonte, ensanchándose; cuando ésta venía para quedarse, la luz, sí, la luz, entonces la gran tromba luminiscente bajaba a las calles en noche cerrada, noche densa y hondamente hermética y, toda esa noche, la noche entera, le iba hablando  a cerca de las anchuras del día y sus despliegues inesperados, sus caminos abiertos, sus arboledas despejadas señalando esa estancia superior e ilimitada en cromatismos azules.


Me decía, con sus ojos en silencio y su boca distraída y ausente, cómo puede dilatarse un pensamiento, y la abstracción de un deseo hasta derivar en sugestivas elipses que serpentean en el presunto ocaso de las horas.

 
-¿Tu crees –me preguntó un día- en el ocaso de las horas cuando la luz se ensancha y se ensancha hasta que todo nuestro entorno es un latido cegador?


Eran preguntas ya con respuestas implícitas.


Yo, a decir verdad, a veces no creía nada, y otras, le envidiaba (o me envidiaba a mí mismo, no sé: que ya es el colmo de la estupidez), pues sabía, o creía tener la certeza de que él, quizá estaba totalmente ausente e incluso, a su edad,  además de envidiarle, percibía con auténtico asombro lo elevado del precio que ya pagaba y seguía pagando por mantener, contra viento y marea, aquella actitud consciente y, sobre todo, y algunas veces, casi incluso heroicamente persistente y suicida…


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