12 FEBRERO, 2015
Me decía, me dijo él (¿quién era él…?)
que, cuando llegaba la luz por todo el horizonte, ensanchándose; cuando ésta
venía para quedarse, la luz, sí, la luz, entonces la gran tromba luminiscente
bajaba a las calles en noche cerrada, noche densa y hondamente hermética y,
toda esa noche, la noche entera, le iba hablando a cerca de las anchuras del día y sus
despliegues inesperados, sus caminos abiertos, sus arboledas despejadas
señalando esa estancia superior e ilimitada en cromatismos azules.
Me decía, con sus ojos en silencio y su boca distraída y ausente, cómo puede dilatarse un pensamiento, y la abstracción de un deseo hasta derivar en sugestivas elipses que serpentean en el presunto ocaso de las horas.

-¿Tu crees –me preguntó un día- en el ocaso de las horas cuando la luz se ensancha y se ensancha hasta que todo nuestro entorno es un latido cegador?
Eran preguntas ya con respuestas
implícitas.
Yo, a decir verdad, a veces no creía
nada, y otras, le envidiaba (o me envidiaba a mí mismo, no sé: que ya es el
colmo de la estupidez), pues sabía, o creía tener la certeza de que él, quizá
estaba totalmente ausente e incluso, a su edad, además de envidiarle, percibía con auténtico
asombro lo elevado del precio que ya pagaba y seguía pagando por mantener,
contra viento y marea, aquella actitud consciente y, sobre todo, y algunas
veces, casi incluso heroicamente persistente y suicida…
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