8, ENERO. Notas desde la antigua
bodega.
El abrigo doblado, sobre la silla Tonet.
Doblo el abrigo, despacio, sin pensar
en nada. O si…
Ya no tengo dudas de que a veces soy
varias personas distintas, según el entorno, circunstancia, instante p vivencia.
En aquella honestidad juvenil, esa
que tanto nos proyecta su larga sombra casi hasta la madurez, no podíamos
admitir la diversidad cambiante de la personalidad y, entonces, a esas
múltiples dualidades le solíamos llamar hipocresía, falsedad o similar.
Hoy, cuando estoy en la más absoluta
de las intimidades, sonrío sin reír, seguramente como usted, como tú. ¿De qué vale la risa? ¿Acaso es un consuelo seriamente/lúcidamente
existencial?
Miro el forro de mi abrigo: brillos
vináceos, rubís, secos, sin sulfitos ni hostias… (perdonen ustedes mi legua tan
poco esnob y, para colmo, deliberada). Y
uno, yo, que no fuma, ni bebe –casi- ni hace exceso alguno (salvo el deporte y
la eterna contemplación, ya litúrgica y sacralizada, del rostro y el cuerpo
femenino; uno, ya digo, derrama simbólica y conscientemente unas gotas de tinto crianza sobre el bello y fino
forro del abrigo.
Muy serio, sonrío una vez más,
interiormente.
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Miro el abrigo, antes de ponérmelo, y
resulta, miren ustedes, que ha alegrado su rostro indefinido y refulgente,
risueño y sin prejuicios.
Salgo a la calle, al viento helado de
un enero glorioso como pocos…
¿Sonrío, canto, lloro; decae la Luna
allí arriba y aumente la vida en su
limbo acotado y extraño?
Ni puta idea. Y perdonen ustedes de nuevo. Disculpen tanta, tantísima intencionalidad…
de vida y, sólo de vida, sí. (sí.)
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