9, DICIEMBRE. Café el Sol.
Ya cerca del invierno, en el
cierzo externo de la calle, fuera del café, llega un escalofrío añadido que se suma
a emociones ambiguas y ensueños caducados que, sin saber cómo, emergen de
nuevo, beligerantes y casi violetos, de luz antigua.
No importa de dónde vienen,
en todo caso están aquí, han llegado al presente, sí, ese que deberíamos vivir con plenitud y sin
embargo, no nos lo presentaron nunca formalmente en aquella incipiente
juventud. Fue un craso error que
pagaremos caro el resto de los días.
(¿Se podrá rectificar?)
Pero, aún así, queda el
Presente. ¿Sabremos vivir en Presente
–soñar en Presente- con calculada inteligencia del tiempo y el espacio?
“Moriré en presente”, decía,
además de tantas cosas más, un sarcástico escritor ya fenecido. Es obvio, sí, pero hay que asimilarlo y sobre
todo, ¡rentabilizarlo!
Ahora, voy a frivolizar
deliberadamente para desengrasar el pensamiento, si es que éste se pone espeso
e intenta –una vez más- barroquizar… cosa que debe se genética.
Pues bien, aquí, en el
bello, equilibrado y súper estético Café el Sol, falta algo de gente y sobran
dos televisiones (aunque están sin sonido: ¡Bien!). Faltan niñas monas y sobra algún que otro
cliente medio adormecido por la droga dura del tedio de su vida.
Esto se anima y, en el Café
el Sol, redunda el sol brillando de nuevo.
Termino estas notas y luego,
miro al techo sin vacilaciones. Y en el
techo hay unas celestes y mitológicas pinturas –muy mediocres- que a mí,
empiezan a parecerme maravillosas.
¡Ay…, ay, qué cosas!
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