martes, 2 de diciembre de 2014



1, Diciembre

En aquella remota época, en un curso monográfico sobre Creación Literaria, un día nos recomendaron que comprásemos un pequeño libro: <El Simbolismo>, que trataba, obviamente, sobre el movimiento de los poetas parisinos –calificados de simbolistas, y demás…- de la segunda mitad del XIX.

Yo siempre he leído poco, más bien por pereza, desinterés o, tal vez, por estar una buena parte de la existencia, como suele decirse, en un sentido popular un poco bobo y aún más indefinido, “en las nubes”.

Pero sí hubo, en aquel libro, una sencilla descripción (en el capítulo dedicado a Baudelaire) que me hizo reflexionar, en los años posteriores, de quién era yo, genéricamente, y cómo sería ya siempre, o, en todo caso, por qué siempre habías sido así.  Y la descripción y/o el comentario era (copio literalmente):

“Para Baudelaire la poesía moderna está en la ciudad, ciudad <llena de sueños>, en las mendigas que dejan asomar una forma delicada entre sus andrajos, en las misteriosas ventanas iluminadas que vemos desde la acera, en las mujeres hermosas que se cruzan en nuestro camino y que nos hielan el alma ANTE LA IDEA DE QUE JAMÁS  LAS VOLVEREMOS A VER”.

Esto, seguramente, también ocurría en la populosa Roma del siglo II, por ejemplo.  Pero, al leer aquello, supe para siempre que aquel era yo, y que además, nunca podría  dejar de serlo.

La ciudad, en síntesis, era eso: el estado poético-lírico en estado puro; un estado de vida y melancolía latente y pasional que, inevitablemente, raptaría mi voluntad felizmente para siempre.

Y atrás quedaron, sí, los montes y bosques, barrancos y arroyos solitarios dónde cada vez, y con menos frecuencia, eran visitados por las erráticas y caprichosas divinidades del mundo clásico greco-romano.

El interior del bosque fue, desde entonces, un lugar mucho más solitario dónde las épicas ninfas de mi adolescencia y primera juventud habían emigrado, en lento éxodo, a las grandes ciudades para no volver  a retornar nunca más a su ámbito natal y primigenio.

Y así, desde entonces, ya en los bosques, fuentes y estanques, percibí una soledad real y desasistida; es decir: el hombre totalmente solo –y desubicado- entre la naturaleza casi hostil, y que además no revelaba nada, pues de pronto, toda aquella inmensa extensión de sierras y elevadas montañas había enmudecido y, ya no volvieron a revelarme nunca más su idioma. O fui yo el que lo olvidó casi definitivamente.

Así que, heme aquí, felizmente perdido, desde hace años, en las calles y avenidas de la gran ciudad (aunque yo quisiera que fuese más grande) esperando a que pase algo, o a que no pase nada; o tan sólo para andar  y correr en sus tardes, con unas mirada distraída y unos folios doblados, con una pluma, y, siempre prestos ambos para asaltar la enigmática cumbre dónde habitan las palabras muchas tardes. O tal vez, todas las palabras de nuestra vida, Pues al final todo es lo mismo.

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