1, Diciembre
En aquella remota época, en
un curso monográfico sobre Creación Literaria, un día nos recomendaron que
comprásemos un pequeño libro: <El Simbolismo>, que trataba, obviamente,
sobre el movimiento de los poetas parisinos –calificados de simbolistas, y
demás…- de la segunda mitad del XIX.
Yo siempre he leído poco,
más bien por pereza, desinterés o, tal vez, por estar una buena parte de la
existencia, como suele decirse, en un sentido popular un poco bobo y aún más
indefinido, “en las nubes”.
Pero sí hubo, en aquel
libro, una sencilla descripción (en el capítulo dedicado a Baudelaire) que me
hizo reflexionar, en los años posteriores, de quién era yo, genéricamente, y
cómo sería ya siempre, o, en todo caso, por qué siempre habías sido así. Y la descripción y/o el comentario era (copio
literalmente):
“Para Baudelaire la poesía
moderna está en la ciudad, ciudad <llena de sueños>, en las mendigas que
dejan asomar una forma delicada entre sus andrajos, en las misteriosas ventanas
iluminadas que vemos desde la acera, en las mujeres hermosas que se cruzan en
nuestro camino y que nos hielan el alma ANTE LA IDEA DE QUE JAMÁS LAS VOLVEREMOS A VER”.
Esto, seguramente, también
ocurría en la populosa Roma del siglo II, por ejemplo. Pero, al leer aquello, supe para siempre que
aquel era yo, y que además, nunca podría
dejar de serlo.
La ciudad, en síntesis, era
eso: el estado poético-lírico en estado puro; un estado de vida y melancolía
latente y pasional que, inevitablemente, raptaría mi voluntad felizmente para
siempre.
Y atrás quedaron, sí, los
montes y bosques, barrancos y arroyos solitarios dónde cada vez, y con menos
frecuencia, eran visitados por las erráticas y caprichosas divinidades del
mundo clásico greco-romano.
El interior del bosque fue,
desde entonces, un lugar mucho más solitario dónde las épicas ninfas de mi adolescencia
y primera juventud habían emigrado, en lento éxodo, a las grandes ciudades para
no volver a retornar nunca más a su
ámbito natal y primigenio.
Y así, desde entonces, ya en
los bosques, fuentes y estanques, percibí una soledad real y desasistida; es
decir: el hombre totalmente solo –y desubicado- entre la naturaleza casi
hostil, y que además no revelaba nada, pues de pronto, toda aquella inmensa
extensión de sierras y elevadas montañas había enmudecido y, ya no volvieron a
revelarme nunca más su idioma. O fui yo el que lo olvidó casi definitivamente.
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