ESCRITURA AUTOMÁTICA ¿? 28 NOVIEMBRE, 10 Horas.
-Sí, señor Frédéric, yo he
viajado con los acordes de su piano durante largas temporadas. Por cierto, ¿ese apellido suyo es polaco?
Estábamos en un café semi
desierto y un poco descuidado. Me miró. No decía nada. Pero yo sabía que era él.
La noche anterior había soñado que venía al gran café, y que
hablábamos de música, y de sus composiciones, y del amor, que para ambos era,
como digo siempre, todo ese amplio Universo Femenino que no conoce fronteras
(mi fascinación por Wein Min-Li, por ejemplo) en el misterioso mundo de las
idealizaciones.
Me miró, con comprensión y
ternura, y supe que esta vez iba en serio, que no era el Chopin frívolo y
superficial que describí hace unos días aquí, venido desde su siglo XIX hasta
el XXI tan sólo para desmadrarse, vulgarmente, y echarle los tejos a las
muchachas más despampanantes. Y, ¿esto era
verdad, o quizá lo soñé…?
Se levantó, acercó la banqueta
al gran piano, volvió su rostro hacia mí, sonriendo y, seguidamente dijo:
-Esto va por usted, pues veo
que no termina de creerse que, gente como usted y como yo, y tantos miles,
hemos vivido realmente en un insólito y vagaroso universo donde, sí, amigo mío,
dónde empieza la trascendencia, desnuda, pura, sin ornamentos superfluos ni banales,
en carne viva.
Volvió de nuevo su rostro al
piano y me obsequió, para empezar, con una Romanza, Largueto, del concierto
1º. Luego, siguió con otro Largueto del
concierto 2º y, posteriormente, arremetió con varios Nocturnos.
Aún siento la indeterminada
y feliz desolación de aquella noche. ¿Dónde estuvo o se fue aquel tiempo? ¿En
qué alado carro partieron sus horas?
Inesperadamente, encontré en
el café a una mujer que dijo conocerme de una exposición mía de hace años.
Chopin seguía tocando,
absorto, como en una dimensión indescifrable.
Afuera, había un puesto de flores
que ya cerraba. Compré unas rosas, volví
al café y se las dejé sobre el piano, en agradecimiento. ÉL me miró, e hizo un ademán, sonriendo, para
que me fuera con ella, como si en realidad lo supiera todo de mí, o lo
intuyese. Aquellas rosas fueron las
únicas que yo he regalado a un hombre.
Seguramente, también serán las últimas.
Luego, salimos a la calle,
ella y yo, por el ancho camino, sin miedo, temblando de emoción y vida. El
camino parecía largo, iluminado, levemente ascendente.
Cuando doblamos la esquina,
antes de comenzar el viaje por la
enigmática superficie, aún podían escucharse los acordes del gran maestro del
romanticismo. Pero sin embargo, y no sé
cómo, ella y yo ya estábamos a miles de kilómetros.
Nunca, desde entonces, he
comprendido la magia inasible de las supuestas y grandes distancias…
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