26, NOVIEMBRE
Las gafas. Saco las gafas, las miro, tiemblan levemente
en mi inestable pulso (el pulso es un
estado anímico, o de autoestima…), quizá están contentas.
Veo las gafas, y, de
inmediato, recuerdo otras tantas que he perdido, también de sol, y paraguas
clásicos, gorros de verano y además, en alguna ocasión, hasta un par de
chaquetas y jerséis; eso que yo recuerde.
Me rio. Miro las gafas y me rio porque me da lo
mismo. Hay otros horizontes, otras vaguedades
e infinitas abstracciones. Pero a veces
uno mira lo pequeño, lo insignificante, y a través de lo mínimo resulta que te
acercas a lo inmenso e infinito. Pero
esto no es nuevo y sí muy obvio.
Las gafas, en este caso,
aparentemente sólo me acercan a un folio en blanco que será cubierto en breve
-ya lo está siendo- por letras, adjetivos, metáforas y supuestas ambigüedades
que conforman todo un universo que no pretende –ya no pretende- trascender y
menos aún impresionar a nadie.
Por lo menos las gafas me
gusta, que ya es algo. Sin ellas, veo la
superficie del folio borrosa, igual que el mundo.

Pero no deseo o desearía
rizar el rizo, pues ya se dijo casi todo lo más trascendente hace más de un
par de milenios.
Vuelvo a mirar las gafas, y
me rio, me rio mucho, o sonrío, quizá con sonrisa seria, no sé. Luego, miro al techo, una vez más, y ya no
pienso en nada.
(He cruzado el mundo en un
instante sin saberlo.)
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