miércoles, 26 de noviembre de 2014



26, NOVIEMBRE

Las gafas.  Saco las gafas, las miro, tiemblan levemente en mi  inestable pulso (el pulso es un estado anímico, o de autoestima…), quizá están contentas.
Veo las gafas, y, de inmediato, recuerdo otras tantas que he perdido, también de sol, y paraguas clásicos, gorros de verano y además, en alguna ocasión, hasta un par de chaquetas y jerséis; eso que yo recuerde.

Me rio.  Miro las gafas y me rio porque me da lo mismo.  Hay otros horizontes, otras vaguedades e infinitas abstracciones.  Pero a veces uno mira lo pequeño, lo insignificante, y a través de lo mínimo resulta que te acercas a lo inmenso e infinito.  Pero esto no es nuevo y sí muy obvio.

Las gafas, en este caso, aparentemente sólo me acercan a un folio en blanco que será cubierto en breve -ya lo está siendo- por letras, adjetivos, metáforas y supuestas ambigüedades que conforman todo un universo que no pretende –ya no pretende- trascender y menos aún impresionar a nadie.

Por lo menos las gafas me gusta, que ya es algo.  Sin ellas, veo la superficie del folio borrosa, igual que el mundo.

A veces hay que ver el mundo desenfocado, quizá para apreciarlo mejor cuando se vuelve nítido o sospechosamente definido,  sin mancha original.
Pero no deseo o desearía rizar el rizo, pues ya se dijo casi todo lo más trascendente hace más de un par de milenios.

Vuelvo a mirar las gafas, y me rio, me rio mucho, o sonrío, quizá con sonrisa seria, no sé.  Luego, miro al techo, una vez más, y ya no pienso en nada.

(He cruzado el mundo en un instante sin saberlo.)

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