domingo, 23 de noviembre de 2014



22, NOVIEMBRE

Tragedias navegando a la deriva por los cielos.   Vida contradictoria desplazada por grades sombras de luz. Vientos rasgando el tiempo para dejar un vacio sin nombre.


Se ha roto el tiempo, se ha vencido la luz hacia el abismo.  Se ha abierto una nueva brecha de siglos o, tal vez, ha nacido una estrella.  Nadie lo sabe, no, nadie lo sabe...


Ángeles caídos de su peana. Dioses profanos ungidos por el dolor y el olvido que trajeron una tempestad de milenios.


Es fácil verlo, de adolescente ya lo veía: muerte y dolor por todas partes y, vanidad e intranscendencias disfrazadas de vacía erudición, porque la erudición verdadera viene siempre de lo más hondo del pensamiento, y no de la estupidez y la escenografía.


Hemos quedado desnudos en mitad del desierto; ya lo dije, sí, anteayer  mismo: a la intemperie del mundo, contentos y felices, como niños huérfanos del universo.

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Poetas y poetisas sobre el pulcro estrado, filósofos del vendaval del instante y lo efímero, grandes personajes con su pesada biografía a cuestas subiendo por la pendiente que termina en el abismo.  Todo grande y aparentemente inmenso.  Pero yo sólo quiero que paren un instante, la nave  de los días, para coger esa gloriosa y anónima estrella que brilla con luz propia superando a las demás; esa que ha nacido en lo más denso del bosque, y, nadie lo sabe. Nadie.


Pueden impactar las palabras, puede sacudir sensibilidades cualquier prosa descontrolada y urgente, pero es un contrasentido, y una traición a uno mismo, parar y guardar la pluma en pleno viaje. Y lo siento.

Y, aunque sí,     lo sabemos, somos conscientes que las palabras, a veces, pueden ser una letal carga de profundad saturada de vida latente, pero no es recomendable, quizá, insisto, ahogarlas por eso en su propio latido ni con su propio vómito de sueños.

SÍ.

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