22, NOVIEMBRE
Tragedias navegando a la
deriva por los cielos. Vida contradictoria
desplazada por grades sombras de luz. Vientos rasgando el tiempo para dejar un
vacio sin nombre.
Se ha roto el tiempo, se ha
vencido la luz hacia el abismo. Se ha
abierto una nueva brecha de siglos o, tal vez, ha nacido una estrella. Nadie lo sabe, no, nadie lo sabe...
Ángeles caídos de su peana.
Dioses profanos ungidos por el dolor y el olvido que trajeron una tempestad de
milenios.
Es fácil verlo, de
adolescente ya lo veía: muerte y dolor por todas partes y, vanidad e
intranscendencias disfrazadas de vacía erudición, porque la erudición verdadera
viene siempre de lo más hondo del pensamiento, y no de la estupidez y la
escenografía.
Hemos quedado desnudos en
mitad del desierto; ya lo dije, sí, anteayer
mismo: a la intemperie del mundo, contentos y felices, como niños huérfanos
del universo.
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Poetas y poetisas sobre el
pulcro estrado, filósofos del vendaval del instante y lo efímero, grandes
personajes con su pesada biografía a cuestas subiendo por la pendiente que
termina en el abismo. Todo grande y
aparentemente inmenso. Pero yo sólo
quiero que paren un instante, la nave de
los días, para coger esa gloriosa y anónima estrella que brilla con luz propia
superando a las demás; esa que ha nacido en lo más denso del bosque, y, nadie
lo sabe. Nadie.
Pueden impactar las
palabras, puede sacudir sensibilidades cualquier prosa descontrolada y urgente,
pero es un contrasentido, y una traición a uno mismo, parar y guardar la pluma
en pleno viaje. Y lo siento.
Y, aunque sí, lo sabemos, somos conscientes que las
palabras, a veces, pueden ser una letal carga de profundad saturada de vida
latente, pero no es recomendable, quizá, insisto, ahogarlas por eso en su
propio latido ni con su propio vómito de sueños.
SÍ.
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