martes, 4 de noviembre de 2014



4, NOVIEMBRE

José Luis Sampedro  titulaba una de sus antepenúltimas novelas “Escribir es vivir”.
Que el corazón palpite, sometido a gran presión física (que no emocional) también es –casi- uno de los milagros más simples… en apariencia.

He cambiado de posición. ¿En un nuevo café?  Igual da que me da lo mismo.  Casi todo es indiferente/irrelevante.
Y sí, frente a mí, en una frontalidad que asusta, hay un cabrón de cara más bien redonda que, a veces, odio y no le quiero. Le miro: totalmente calvo, ojos claros, aunque no daré más detalles.  Cuando recíprocamente me mira, incluso siento asco, al menos hoy.

“No me cuentes tu vida con la mirada, pedazo de mamón –pienso al mirarle-, conozco todos tus trucos, debilidades, autoflagelos o autoagresiones.   No, no hay indulgencia para ti.  No te salvará la vida muerta en la que habitas hoy, ni aunque fuera intensa.  O, ¿quizá has vivido grandes rachas de intensidad y, ahora, las echas de menos?”
El “truco” es el de siempre: cada vez que elevo la vista el tipo está ahí, mirándome con cara lánguida de Dostoiewski  (o como se escriba) no sé por qué, con sus facciones algo bonachonas y quizá más eslavas que nórdicas, y que hoy, su barba absurda, me hace vomitar.

Hay días sin perdón, sin perdón para nadie; sin perdón por el vacío, el desamor  y la más cruel banalidad que nos asfixia.
Salgo a la calle, a vomitar, y vomito gases  azules y margaritas amarillas casi microscópicas y seguramente, no sé… envenenadas.
El tipo ese que había frente al espejo me ha agriado la tarde.

Antiguo café/casino de Falset, en el Priorat, Tarragona.

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