lunes, 27 de octubre de 2014



27 OCTUBRE

¿Sabes, mi querida y dulce amiga, cómo eran las noches en King-Tuen?

Eran un duermevela  constante.  Jamás vi ni veré una luz nocturna igual.
He visto muchas veces la luz de Selene en la montaña, en las sierras de ésta nuestra región, pero aquello era diferente. 

Recuerdo haber temblado de miedo y felicidad.  Y, como siempre ocurre, como decía Siddharta Gautama, el buda, el miedo sólo escondía ese temor por la pérdida de la felicidad.  Y aún sabiéndolo,  por obvio, no podía evitarlo, y el presente era mermado por la sombra amenazante de la fugacidad.

Era consciente de la excepcionalidad de haber quitado puertas y ventanas para que el viento nocturno viajase sin trabas por toda la casa.
Sabía que era una excentricidad haber desmontado el tejado.  Sabía todo eso.  Pero el diálogo nocturno era constante, las distintas gamas de luz blanquecina, difusa, sin aristas, era indescriptible.  Selene, siempre que viajaba por su cíclico recorrido celeste solía tener un detalle con nosotros, se detenía un instante, parada, en mitad de un cielo innombrable, y descendía a saludarnos.  Nos decía cosas ininteligibles que comprendíamos al instante, pero que luego,  una vez había remontado de nuevo su ceremonioso vuelo hacia lo alto, no sabíamos traducir.
Conocíamos, sabíamos que aquello era parte de una eternidad, a la vez que éramos vagamente conscientes de su final, pero nunca podíamos reaccionar con racionalidad.  El tiempo tiene su ritmo, su atmósfera envolvente y, nadie puede sustraerse a ella y sus pasiones y su declive.

Hoy, quisiera morir tan sólo para no recordar, pero incluso las parcas me han abandonado y huyen de mí si es que accedo a visitarles para solicitarles su piedad.  Las parcas, ni siquiera con la “vida” tienen piedad, en sentido inverso.

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