PEÑARROYA DE TASTAVINS
Hoy viernes, 12 de septiembre,
después de comer en el centro urbano de
la transida población arriba citada, ya aquí, en la ermita de Nuestra Señora de
la Fuente, el amor duerme (o se ha ido) y yo… sencillamente estoy desvelado
sobre una hamaca que he situado frente
al muro de la puerta lateral de la iglesia. O quizá duermo, despierto, soñando
-una vez más- mientras el amor transita, desvelado e inquieto, lúcido y
atemporal, quizá por los recónditos sotos del rio Tastavins.
Las miradas. Vivir, tan sólo, por un instante de
miradas. De una mirada…
El mundo, nuestro mundo, quizá no
existiría sin la glorificación exultante de las miradas. Las miradas, recientes, muy cercanas, nos han
dejado (me han dejado) una ráfaga de eternidad en un instante.
Pero sabemos, por básica y primaria
experiencia, que los instantes, por sí solos, no son nada, o no existen, al
igual que el tiempo.
Los instantes, probablemente son esa
eternidad donde se fragua y se plasma y se concreta una sola palabra; cualquier
palabra.
¿Qué palabra?
“Me gusta tu rostro”, por ejemplo.
“Me gusta tu mirada, mientras me
miras, fugazmente, sabiendo quo yo no espero nada de ti, que no te pido nada”
“Agradezco tu mirada y te doy la mía
a cambio, sincera, plena, desnuda y
fugaz”.
Pero no, no es suficiente; cualquiera
lo sabe: nunca puede ser suficiente, pues luego se quieren y desean todas las
miradas, y, casi inmediatamente, la compañía: darse la mano, una mañana plena,
una tarde, un crepúsculo imprevisto y, una noche (secretamente esperada) en la
que llegará el amor, en silencio, en un murmullo inaudible, pleno y sagrado. O no llegará,
porque el amor ya estaba ahí, esperándonos, expectante de nuestra consciencia,
observador discreto de nuestro esperado descubrimiento.
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