27, AGOSTO, 2014
…Pero aún así, la ciudad, es esa
bella y gélida muchacha, dama, coqueta hasta la extenuación y, de la que no te
puedes fiar, y sobre todo en los momentos de debilidad emocional: esos que
llegan a una velocidad inesperada y entran a nuestra casa con malos modos, sin
llamar, rompiendo la ventana para, luego, pasearse chulescamente delante de
nosotros en pose intimidatoria.
A la ciudad, no obstante, hay que
ponerle coto, y normas, e incluso decirle a veces, y a la cara, que tenemos otras
amantes (otros paisajes, otros horizontes)
para que no se crezca.
Obviamente, nosotros somos la ciudad,
el crepúsculo, la aldea perdida, el bosque solitario y/o la nieve caída la
noche anterior.
Obviamente, fuera de nuestra
percepción/existencia, todo está vacío, pues el tiempo, así, por sí solo, es
muy frágil y su memoria es nula. Al Tiempo le importamos un pimiento, un comino…,
nada. Y nosotros le agasajamos
constantemente, llenándolo de recuerdos, viajes y objetos de todo tipo (no
podemos hacer otra cosa: objetos, muebles, etc.) que, él, muy sabiamente y,
al cabo de unos días, o unos meses, se encarga de cubrir de polvo y, lo que aún es
peor: de tedio.
Lo dicho: no podemos hacer nada, o
muy poco más.
He pasado la vida (además de cómo cualquier
persona) entre pensamientos políticos, es decir: la Vida, ni más ni menos, pues no son otra
cosa, y también el arte, y, curiosa y “contradictoriamente” la admiración genérica
por el monacato más austero.
Pero ahora, ya, a los mayores de 45
no nos admiten en ningún monasterio.
Me
acabo de enterar hace poco de esta regla
monacal cartujana.
Brindando en la casa-estudio, en Caspe, por el grosero y puto Tiempo irreversible, y dedicada a los amigos/as. Salud y fuertes abrazos.
Agosto, 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario