jueves, 28 de agosto de 2014



27, AGOSTO, 2014

…Pero aún así, la ciudad, es esa bella y gélida muchacha, dama, coqueta hasta la extenuación y, de la que no te puedes fiar, y sobre todo en los momentos de debilidad emocional: esos que llegan a una velocidad inesperada y entran a nuestra casa con malos modos, sin llamar, rompiendo la ventana para, luego, pasearse chulescamente delante de nosotros en pose intimidatoria.

A la ciudad, no obstante, hay que ponerle coto, y normas, e incluso decirle a veces, y a la cara, que tenemos otras amantes (otros paisajes, otros horizontes)  para que no se crezca.
Obviamente, nosotros somos la ciudad, el crepúsculo, la aldea perdida, el bosque solitario y/o la nieve caída la noche anterior.

Obviamente, fuera de nuestra percepción/existencia, todo está vacío, pues el tiempo, así, por sí solo, es muy frágil y su memoria es nula. Al Tiempo le importamos un pimiento, un comino…, nada.  Y nosotros le agasajamos constantemente, llenándolo de recuerdos, viajes y objetos de todo tipo (no podemos hacer otra cosa: objetos, muebles, etc.) que, él, muy sabiamente y, al cabo de unos días, o unos meses, se encarga de cubrir de polvo y, lo que aún es peor: de tedio.
Lo dicho: no podemos hacer nada, o muy poco más.

He pasado la vida (además de cómo cualquier persona) entre pensamientos políticos, es decir: la Vida, ni más ni menos, pues no son otra cosa, y también el arte, y, curiosa y “contradictoriamente” la admiración genérica por el monacato más austero.

Pero ahora, ya, a los mayores de 45 no nos admiten en ningún monasterio.  
Me acabo de enterar  hace poco de esta regla monacal cartujana.

Brindando en la casa-estudio, en Caspe, por el grosero y puto Tiempo irreversible, y dedicada a los amigos/as. Salud y fuertes abrazos. 
 Agosto, 2014.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario