22, JULIO
En la
tórrida luz del estío, a veces, sin previo aviso, oscurece de pronto. Es como un temor calculado del que he hablado
alguna vez, pero que siempre me coge desprevenido, desnudo de conceptos, con
las emociones bajas y el horizonte oculto, oculto no sé en dónde, con las
referencias perdidas y el alma reposada, nadando en la quietud de un lago
profundo con una extraña y peligrosa corriente.
Hago entonces lo posible para que
llegue la luz de algún sitio, inesperadamente, con urgencia.
En esos momentos siempre hay un
paisaje (real o memorizado) que es la carretera rural que va al galacho de La
Alfranca, con su mar de cereales mecido por el viento y, todo su llanto de
imprevisible y súbito dolor venido en un instante de no se sabe dónde.
Hay una melancolía sin asidero que
llega hasta el vacío de la noche y nos cubre de ciegas sombras por un tiempo.
Cómo, cómo le temo a ese viento que
siempre trae las sombras por sorpresa, en cualquier instante insospechado de la
tarde. Y cuánto cuesta luego poder
recuperarse un poco, hasta la llegada irreversible y certera de un otoño sin
descanso, de un otoñó que no cesa, de un otoño que no acaba…
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