lunes, 28 de julio de 2014



22, JULIO     

En la  tórrida luz del estío, a veces, sin previo aviso, oscurece de pronto.  Es como un temor calculado del que he hablado alguna vez, pero que siempre me coge desprevenido, desnudo de conceptos, con las emociones bajas y el horizonte oculto, oculto no sé en dónde, con las referencias perdidas y el alma reposada, nadando en la quietud de un lago profundo con una extraña y peligrosa corriente.
Hago entonces lo posible para que llegue la luz de algún sitio, inesperadamente, con urgencia.

En esos momentos siempre hay un paisaje (real o memorizado) que es la carretera rural que va al galacho de La Alfranca, con su mar de cereales mecido por el viento y, todo su llanto de imprevisible y súbito dolor venido en un instante de no se sabe dónde.
Hay una melancolía sin asidero que llega hasta el vacío de la noche y nos cubre de ciegas sombras por un tiempo.

Cómo, cómo le temo a ese viento que siempre trae las sombras por sorpresa, en cualquier instante insospechado de la tarde.  Y cuánto cuesta luego poder recuperarse un poco, hasta la llegada irreversible y certera de un otoño sin descanso, de un otoñó que no cesa, de un otoño que no acaba…

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